SUSPENSE (Jack Clayton) / 1961: Deborah Kerr, Megs Jenkins, Martin Stephens, Pamela Franklin, Michael Redgrave, Peter Wyngarde, Clytie Jessop.

 

   La señorita Giddens (una sensacional Kerr, actriz notable que solo regresaría al género en El ojo del diablo, J. Lee Thompson, 1966) consigue trabajo como institutriz en una antigua casa de campo, en la que tendrá que hacerse cargo de Miles (Stephens, que un año antes interpretaría a uno de los niños de El pueblo de los malditos, Wolf Rilla, 1960) y Flora (Franklin), dos pequeños que al quedarse huérfanos fueron adoptados por un tío siempre ausente del hogar que, además, los ignora por completo. Al poco de llegar a la mansión, la niñera sufrirá varios encuentros con Peter Quint (Wyngarde) y la señorita Jessel (Jessop), una pareja de antiguos moradores de la misma que convivieron durante un largo periodo de tiempo con los críos, ejerciendo una perversa influencia sobre ellos. La peculiaridad es que los dos adultos, que se aparecen en diversos lugares de la hacienda, fallecieron tiempo atrás.

 

   Quizá Suspense (título erróneo y desacertado si lo comparamos con el mucho más atinado e indicativo The innocents original) sea una de las películas más influyentes en el subgénero de casas encantadas, sino la que más, teniendo una importancia seminal y resultando pieza clave para la evolución de dicho subgénero. Casi de inmediato llegaría otra obra esencial como La casa encantada, Robert Wise, 1963, aunque la importancia de Suspense es mayor si cabe por ser la primera de su especie (antes habían comparecido House on haunted hill, 1959, y Los 13 fantasmas, 1960, meros divertimentos, eso sí, muy entretenidos, pergeñados por un experto en la materia como William Castle), mostrando el camino a seguir por otras obras cumbre como Al final de la escalera, Peter Medak, 1980. Todas las citadas resultaron básicas para la llegada de otras películas interesantes como Los otros, Alejandro Amenabar, 2001, o El orfanato, J. A. Bayona, 2007. Esa importancia y supremacía sobre el resto (quizá con la salvedad de La casa encantada) aumenta al considerar que Suspense trasciende los límites del género de terror, convirtiéndose en una obra maestra del cine en general, no ya solo por la fantástica labor tras la cámara de Clayton (que hace del formato scope y de la profundidad de campo recursos continuos que favorecen la narración de la historia. La utilización de otro tipo de técnicas como el picado, el contrapicado o los primeros planos añaden sensaciones de ansiedad, angustia o inquietud, que son sufridas y compartidas por el espectador con los atribulados personajes, en especial los adultos) o por el trabajo de los actores (Kerr se lleva la palma, pero la labor de Franklin -Flora-, y sobre todo de Stephens, que da vida a Miles, es prodigiosa), sino por el sobresaliente guión (que cuenta con la participación de Truman Capote, autor de dos novelas de inmenso prestigio como son “Desayuno en Tiffany´s” y “A sangre fría”), o por la increíble fotografía de Freddie Francis (convertido en esa misma década en uno de los directores referencia de las productoras británicas Hammer y Amicus), con la particularidad de usar la mayor luminosidad en exteriores, contraviniendo uno de los principales preceptos del cine de terror como es la búsqueda de la oscuridad, y consiguiendo resultados fantásticos y aterradores (dos de las apariciones más espeluznantes, las que tienen lugar en el lago, acontecen a plena luz del día).

 

   Tomando como base la extraordinaria novela “Otra vuelta de tuerca”, que Henry James escribiera en el año 1898, y añadiéndole bastante de la adaptación teatral que de ella hizo William Archibald en 1950, Clayton consiguió uno de los más impresionantes filmes sobre fantasmas rodados hasta la fecha. Todo la capacidad sugestiva que aparecía impresa en el relato, así como las dobles y triples lecturas y la libertad dejada al lector para que éste interprete si lo que acontece en Bly (así se llama la hacienda donde suceden los hechos) es real o fruto de la imaginación de Giddens, encuentran su respuesta, si cabe amplificada, en la traslación fílmica. Para lograr ese grado de ambigüedad, de ambivalencia, Clayton recurre para el papel principal, el de la institutriz, a una Kerr tocada por una varita mágica (en una interpretación que ella misma juzga como la mejor de su carrera) que plasma en cada mohín de su rostro, en cada movimiento de sus manos y del resto de su cuerpo, la turbación que la consume y que la hace ver aquellas apariciones de las que nosotros también somos testigos, pero que al parecer nadie más de los que mora en la vivienda puede contemplar.

 

   La primera pista que se nos da sobre la inestabilidad de Giddens (aparte de los jadeos y convulsiones que sufre durante el sueño, fruto de horribles pesadillas) y sobre su mentalidad, excesivamente puritana y fervorosa, se produce justo durante los títulos de crédito. En ellos se muestran sus manos, en posición de oración, mientras reza y llora. Finalmente las aprieta con fuerza excesiva mientras recita unas palabras (“solo quiero salvar a los niños, no destruirlos. Amo a los niños más que a nada. Necesitan afecto, amor. Alguien que se entregue a ellos y a quien se puedan entregar”) que, a la vista de la conclusión del filme, resultarán premonitorias y hablan a las claras de ese celo extremo que provocará las visiones. Más aún, todo lo anterior parece ser un pensamiento que atraviesa la mente de la niñera mientras se somete a la entrevista de trabajo que la llevará a Bly. Cuando su interlocutor le pregunta si tiene mucha imaginación, la respuesta de Giddens es esclarecedora: “Sí, eso puedo decirlo. Sí”. Serán ese excesivo celo, esa mentalidad estricta e hipócrita (hipócrita porque pretende salvar a los niños de la influencia de los fantasmas de las personas que los dominaron en vida, pero es ella la que parece padecer un amor insano y enfermizo por el pequeño Miles, en el que personifica el deseo que siente por el retorcido Quint), y ese exceso de imaginación, propio de una mente perturbada, los que causarán la tragedia final.

 

   Bien es cierto que tanto Henry James en la novela como Clayton en la adaptación cinematográfica introducen una serie de factores que hacen que dudemos sobre los críos y su inocencia tanto como de la estabilidad mental de Giddens. Así, y comenzando con ese juego de miradas y de palabras con dobles intenciones, tenemos la reacción de Flora cuando la institutriz recibe la misiva en la que se detallan los motivos por los que Miles es expulsado de la escuela (esos motivos constituyen, de por sí, otro indicativo de que quizá los pequeños escondan un lado oscuro, pues hablan de la capacidad del chico de corromper y contaminar a sus compañeros. Aquel muestra una personalidad propia de un adulto cuando ya en Bly esquiva hábilmente las cuestiones que su cuidadora le hace sobre el tema). La niña, con esa sonrisa cuando le pregunta a la mujer si sucede algo, parece denotar que sabe más de lo que aparenta. Esa misma noche seremos testigos de la primera conversación entre Miles y Giddens, que versa de nuevo sobre la expulsión. El primero vuelve a mostrar una habilidad especial para evitar el asunto, ganándose de paso el cariño de su interlocutora cuando llora amargamente por el abandono que sufren él y su hermana por parte de su tío. Cuando la institutriz intenta retomar el tema, una ráfaga de viento cierra la ventana de golpe y apaga la vela que ilumina la estancia. ¿Casualidad? Miles, ejerciendo de adulto protector, será quien tranquilice a la mujer.

 

   Ese ambiguo comportamiento (ambiguo, vuelva a quedar claro, desde el punto de vista de un adulto que ha perdido su inocencia, como la señora Giddens o como el espectador habitual de este tipo de cine, que además observa todo lo que sucede desde el parcial y sesgado punto de vista de la institutriz) de Miles vuelve a quedar expuesto en unas palabras supuestamente inocentes: “Quiero ser lo que soy, un niño que vive en Bly. Ojalá todo sea siempre como hasta ahora”, aunque de nuevo el rostro y la sonrisa del pequeño parezcan indicar la existencia de un mensaje oculto en realidad inexistente. Algo similar acontece en el juego del escondite que se desarrolla a continuación, durante el cual Giddens encuentra en el desván la foto de Quint, con el que comenzará a obsesionarse de inmediato. Cuando Miles sorprende por la espalda a la niñera, cogiéndola con fuerza, tanto ella como nosotros contemplamos un intento de estrangulamiento donde solo parece haber un simple abrazo de cariño, pese a que la mirada del niño oculte cierto matiz de malicia.

 

   Donde esa ambigüedad queda de manifiesto en mayor grado es en uno de las secuencias más celebradas del filme, conformando un momento sublime y de plena inspiración de Stephens, que logra una interpretación que deja sin habla. Me refiero, sin duda, a aquella escena en la que el niño recita ese poema (que reza: “¿Qué le cantaré a mi señor desde mi ventana? / ¿Qué le cantaré, si mi señor no se queda? / ¿Qué le cantaré, si mi señor no escucha? / ¿Adónde iré, si mi señor se va? / ¿A quién amaré cuando salga la luna? / Se ha ido mi señor, y la tumba es su cárcel. / ¿Qué diré cuando venga? / ¿Qué le diré cuando llame a mi puerta? / ¿Qué le diré cuando sus pies entren ligeros dejando las huellas de su tumba en mi suelo? / Entre mi señor. Salga de su cárcel. / Salga de su tumba, que la luna ha salido. / Bienvenido, mi señor“) cuyos versos dejan bien a las claras la maligna influencia que la pareja de amantes ejerció sobre los hermanos y la adoración que éstos sentían por los fallecidos. Mientras el niño declama, dirige sus pasos hacia la ventana, de nuevo invadida por la negrura de la noche. Vela en mano, observa la densa oscuridad como si realmente esperara la llegada de alguien, mientras recita el último verso, aquel en el que da la bienvenida a su “Señor”. Finalmente, se gira, mirando a Giddens, para de nuevo volver a fijar su mirada en las sombras. La niñera sí capta ahora el significado del poema, expresando su inquietud a Grose (“¿Y si Miles lo sabe?”). Flora, que parecía totalmente absorta ante las palabras de su hermano, se gira sonriente e inquiere: “¿Saber qué, señorita Giddens?”. Un cambio de plano nos lleva a la cocina, donde las dos mujeres hablan sobre lo sucedido, pero la imagen del rostro de la niña permanece en la imagen, como si observara, difuminándose finalmente hasta desaparecer por completo.

 

   El último punto significativo en cuanto al dudoso comportamiento de los pequeños tiene lugar cuando Miles besa en la boca a Giddens, en el dormitorio de aquel, cuando se dispone a dormir. Nada significativo si tenemos en cuenta que se trata de un niño que puede sentir cierta atracción por una figura adulta y femenina de relativa belleza, aunque a los ojos de la niñera ese beso signifique algo más.

 

   No es hasta esa conclusión, en el que el cuerpo ya sin vida del pequeño Miles reposa en brazos de Giddens, mostrando ese rostro definitivamente infantil, y por lo tanto inocente y aún carente de los prejuicios y recelos afines al mundo adulto, cuando finalmente nos damos cuenta de que los dos hermanos fueron simples víctimas de la pareja formada por Quint y Jessel, que les hicieron partícipes de sus infames juegos y perversiones, aprovechándose de la ausencia de las figuras paternas para encauzar la admiración que sentían, sobre todo por el hombre, en beneficio propio. La llegada de Giddens, otra adulta con la mente perturbada, en poco mejora lo sucedido hasta entonces, pues su excesivo celo (causado en parte por un padre en exceso puritano y autoritario) no hace más que empeorar la situación hasta provocar la muerte de uno de los pequeños. El beso de la institutriz en la boca de Miles, ya fallecido, no hace más que refrendar la corrupción del mundo adulto, tan enviciado, miserable y ruin que es capaz de envilecer la más pura de las inocencias, la del mundo infantil.

 

   Si bien la conclusión, descrita en el párrafo anterior, parece dejar más que claro que las apariciones espectrales responden a las pulsiones y deseos ocultos de la timorata Giddens, no es menos evidente que las mismas resultan del todo aterradoras y que son capaces de helar la sangre al más pintado. El primer momento que se puede calificar de turbador comienza en un entorno idílico como es el rosal del jardín de Bly, en ese momento iluminado por un sol casi cegador. Giddens recoge flores mientras escucha a Flora cantando una melodía en apariencia inocente: “Nos tumbamos, mi amor, bajo el sauce llorón. / Pero ahora estoy sola llorando bajo el árbol. / Cantando, sauce llora, arbolito, llora conmigo. / Cantando, sauce llora, hasta que mi amor regrese”. La niñera no repara en el contenido de la letra, pero sabiendo, a posteriori, de la malsana relación entre Quint y Jessel, y de la nefasta influencia que ambos ejercieron en los niños, parece claro de donde proviene la canción. La mujer prosigue su tarea, y al apartar unas ramas se topa con una pequeña estatua infantil, en apariencia desnuda de cintura para arriba, que sujeta unas manos adultas, también de piedra, rotas a la altura de las muñecas. Un primer plano del rostro pétreo muestra una cucaracha saliendo de la boca, quizá un ejemplo de la corrupción de la inocencia infantil, quizá una simple casualidad que comienza a causar desazón en la mente de Giddens (y en la nuestra). En ese momento el canto de los pájaros y de la niña desaparece, pasando a reinar un desasosegante silencio. La mujer alza la vista y observa, en lo alto de una de las torres de la mansión, envuelta por la niebla, una figura masculina que la observa. Cuando acude al lugar se encuentra a Miles jugando con sus palomas. El chico asegura que no ha visto a nadie.

 

   La siguiente aparición y lo que sucede a posteriori merece, sin duda, pasar a la historia del género como uno de los momentos más inquietantes del mismo. Observamos en primer plano a Giddens detenida ante una ventana que muestra la oscuridad de la noche. En segundo término, en el exterior, una estatua masculina, pálida como la nieve, parece vigilarla (la profundidad de campo como método para crear tensión). En el cristal, junto a la efigie, vemos un reflejo que, según se desplaza por el jardín acercándose a la niñera, comienza a tomar forma humana. Se trata de Quint, cuya respiración amenazante se une al resuello entrecortado y jadeante de ella. Al llegar al umbral, se detiene y la observa, para luego volver a alejarse hasta desaparecer en las tinieblas. La mujer le cuenta a la señora Grose (Jenkins), el ama de llaves, lo sucedido, describiéndole al hombre que ha visto. La anciana le dice que ha de tratarse de un error, pues el perfil dado se corresponde con el del consabido Quint, ya fallecido. Ambas enmudecen cuando escuchan las risas de los niños, mostrados desde la posición de las mujeres en contrapicado, en lo alto de la escalera que lleva al piso superior. Los rostros de las mujeres, mudados de terror y confusión, son vistos en sendos primeros planos, y un picado desde detrás de los chiquillos, que prosiguen con su carcajeo, dotado ahora de un tono sutilmente sobrenatural, muestra de nuevo a la niñera y a la ama de llaves en la planta inferior, empequeñecidas ante las sonoras risotadas de los infantes, que parecen dominar la situación desde su posición de privilegio.

 

   En el lago veremos por primera vez a Jessel, y su aparición es de las que causan impresión. Flora, despreocupada, tararea una canción en presencia de Giddens. A su voz se une otra, aparentemente normal, pero que añade cierto tono irreal. La niñera mira al frente y observa una figura femenina vestida por completo de negro flotando en el lago. Esta vez la pequeña también parece ver al espectro, pero evita contestar cuando la institutriz le pregunta. Esa visión en el lago se repetirá nuevamente, pero antes tendrá lugar el paseo de Giddens a lo largo y ancho de la casa, de noche, y con la única compañía de un candelabro que ilumina mínimamente las tenebrosas estancias. Los ruidos sacan a la mujer de su habitación, y pronto comenzará a escuchar las voces de Quint y Jessel (evidentemente en su cabeza, pues ninguno más de los habitantes de la mansión las escucha, pese a que su tono es elevado), intentando atormentarla. No sufriremos en esta ocasión aparición espectral propiamente dicha, pero solo el ruido del viento, las voces y la oscuridad harán que el miedo sea una constante mientras acompañamos a la institutriz en su deambular por los pasillos y habitaciones. Eso sí, en un determinado momento veremos un haz de luz a la derecha de la imagen, cerca de una ventana, que se produce de manera casi subliminal. Realmente se trata del reflejo de una claqueta, que Clayton decidió dejar en el filme porque le daba un toque fantasmagórico a la escena. De vuelta al lago, el espectro de Jessel vuelve a tomar forma ante Giddens, que acude al lugar en busca de Flora. La niña, cuando ve a la institutriz, exclama: “¡Ah, está usted ahí! Sabía que alguien me observaba”. La señora Grose llega en el momento en el que Giddens agarra con fuerza a la pequeña, intentando que confiese que también ha visto al fantasma. El ama de llaves también niega la visión y se lleva a Flora, presa de un ataque de histeria ante el comportamiento de la niñera. Ya en soledad, la mujer sigue viendo la aparición, que la mira fijamente desde la laguna.

 

   La película contó con una precuela (Los últimos juegos prohibidos, Michael Winner, 1972) en la que Marlon Brando realizaba el papel de Quint. Además existen varias versiones más del relato de Henry James. En dos de ellas, las realizadas en 1974 y 2009, aparecían Lynn Redgrave y Corin Redgrave respectivamente, hijos de Michael Redgrave, que aquí ejerce el rol del tío de los niños. De todas las maneras, sin duda la de Clayton es la más meritoria, habiendo recibido dos nominaciones en los Premios de la Academia Británica (BAFTA), uno a la Mejor Película y el otro a la Mejor Película Británica. En la edición de Cannes de 1962 fue nominada en la primera de las categorías citadas. Destacar finalmente que en el filme se refieren a los fantasma como “los otros”, el título de la película de Amenabar que ya se citó al principio de la reseña, y que en el vídeo maldito de The ring: El círculo, Hideo Nakata, 1998, a los 25 segundos, se escucha el canto de un niño extraído de la película de Clayton.

 

(9/0)

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