PSICOSIS III (Anthony Perkins) / 1986: Anthony Perkins, Diana Scarwid, Jeff Fahey, Roberta Maxwell, Hugh Gillin, Lee Garlington, Robert Alan Browne, Gary Bayer, Patience Cleveland, Juliette Cummins, Steve Guevara, Kay Heberle.

 

   Un presuntamente recuperado Norman Bates prosigue con la reapertura de su motel tras los luctuosos sucesos acontecidos en el mismo. Al lugar llega Maureen (Scarwid, vista en Lo que la verdad esconde, Robert Zemeckis, 2000), una novicia que huye del convento donde estaba recluida tras perder la fe y provocar la muerte accidental de una de sus hermanas. Se produce así el encuentro de dos personas heridas que intentan dejar atrás un funesto pasado que ha marcado sus vidas a fuego, surgiendo una atracción que en un principio parece poder significar la redención de ambos. Pero la aparición de Tracy Vanderbilt (Maxwell, a la que vimos en Al final de la escalera, Peter Medak, 1980), una periodista fisgona empeñada en sacar a la luz los turbios asuntos de la vida de Bates, provocará que el frágil equilibrio mental de éste estalle en mil pedazos, produciéndose una nueva oleada de asesinatos en el motel y sus alrededores.

 

   La infamia que supuso la segunda parte para los cinéfilos puristas más radicales, que vieron como un sacrilegio la realización de una secuela a la obra maestra que sin duda es Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960, se agravó aún más si cabe con esta tercera entrega de la saga, que se adentraba definitivamente en los vericuetos del slasher ochentero, con lo poco bueno y todo lo malo que ello conlleva, suponiendo un nuevo y gravísimo agravio para los sufridos individuos citados al principio del párrafo y un ejercicio de entretenimiento simplón, descerebrado y olvidable para los cinéfagos (entre los que me incluyo) capaces de sacar algo disfrutable del filme que nos ocupa, pese a que el primer crimen no tiene lugar hasta que se han sobrepasado los cuarenta minutos de metraje.

 

   El slasher, subgénero que naciera en la década de los setenta y se desarrollara en la primera mitad de los ochenta, solía disponer a un grupo de jovenzuelos descerebrados y salidos en un lugar aislado, lejos de la seguridad que podían proporcionar los adultos, la autoridad y los espacios poblados, y a merced de un psicópata enmascarado dominado por un trauma del pasado y cuyo carisma era inversamente proporcional a sus ansias de venganza. Lógicamente, hubo excepciones a los tópicos expuestos, y este Psicosis III supone uno de ellas.

 

   En esta ocasión, las víctimas potenciales son personas maduras que logran causar cierta empatía (Maureen, la joven monja, desvalida y descreída, que llega al hogar de Norman, enamorándose perdidamente de éste y protagonizando un romance abocado al final trágico. Será el propio Bates quien acabe con ella de forma involuntaria, provocando su caída por las escaleras -tal y como le sucediera al detective Arbogast, interpretado por Martin Balsam, en la primera entrega- hasta quedar la cabeza empalada en la flecha de un querubín de mármol del piso inferior) o provocar el rechazo más absoluto (por un lado tenemos a Duane -Fahey-, el autoestopista aspirante a músico que recoge a Maureen en su vehículo, intentando abusar de ella. Tras la huída de la muchacha se reencuentran en el motel, donde el chico ha conseguido el puesto de ayudante que ofertaba Norman. Lo primero que hace es estafar a la joven con el precio de la habitación, y al final, cuando descubre lo que Bates ha hecho, intenta chantajearlo, siendo machacado con la guitarra que tanto adora. Su defunción definitiva se produce en el lago donde Bates arroja los coches de sus víctimas. Por el otro tenemos a Tracy, la maquiavélica periodista empeñada en demostrar la culpabilidad de Norman al precio que sea, y que no duda en confabularse con Duane. Tampoco tiene reparos a la hora de fisgonear en el caserón de Bates, siendo sorprendida por éste cuando está a punto de entrar -la conversación es mostrada mediante un picado desde la mansión, pareciendo que alguien observa la escena desde lo alto-, y no tiene el menor problema en contarle a Maureen todo lo referente al pasado de Norman, con el fin de romper la relación entre ambos).

 

   De todas formas, no faltan los asesinatos típicos y habituales del subgénero. En primer lugar tenemos al ligue de Duane. Éste la echa de su habitación de malas maneras y completamente desnuda, abriendo otra vez la puerta para lanzarle la ropa y el calzado. La joven se dirige a una cabina cercana, descolgando el teléfono mientras intenta ponerse el jersey (y mostrando los pechos en un desnudo del todo gratuito). En ese momento, una mano que sujeta un enorme cuchillo de cocina rompe uno de los cristales (el arma y el brazo son mostrados en contrapicado, desde el punto de vista desprotegido y vulnerable de la víctima), comenzando la descarga repetitiva, brutal y sistemática de la daga, que se clava con violencia a lo largo y ancho de la anatomía de la chica, cuyo cuerpo reposa sin vida y ensangrentado en el suelo mientas el agresor huye sin dejar rastro. El asesinato recuerda claramente al de Marion Crane en Psicosis, cambiando el decorado, y la metáfora parece clara: El cuerpo femenino, aún palpitante y cálido debido a la inmediatez del acto sexual y vulnerable debido a su desnudez, es nuevamente penetrado, esta vez por un descomunal cuchillo, para acabar con la vida de la joven descocada. El sexo equivale a muerte, parece ser el mensaje subyacente, conservador, machista y tópico en grado sumo, pleno de moralismo, que grita una vez más el cine de terror, más aún si eres mujer liberal, joven y bella. Otra joven (faltaría más) también caerá bajo el filo del puñal justiciero. La chica, una de las animadoras del equipo de rugby que se hospeda en el motel (otra de las jóvenes del grupo es una no acreditada Nancy Allen, un mito menor del género vista en Carrie, Brian De Palma, 1976; Vestida para matar, ídem, 1980; Robocop, Paul Verhoeven, 1987; Poltergeist III, Gary Sherman, 1988; Robocop 2, Irvin Kershner, 1990; o Los chicos del maíz 666: El regreso de Isaac, Kari Skogland, 1999), será asesinada en una poco decorosa posición (y sino que se lo digan a los Lannister), sentada en un retrete, siendo  su cuello rajado de lado a lado y su estómago apuñalado.

 

   En cuanto al asesino, ¿Quién más carismático que Norman Bates para aumentar un poco más, si cabe, el score del subgénero? El recepcionista más agradable y sanguinario de la historia del cine regresa por tercera vez, haciéndose dueño de la función tanto delante como detrás de la cámara. Pronto descubriremos que su afición a la taxidermia sigue vigente (esos pájaros a los que envenena para después disecarlos. Eso sí, también le veremos liberar a uno que sobrevive a la trampa), y que Emma Spool, la mujer que decía ser su madre al final de la segunda entrega y a la que el protagonista finiquitaba de un tremendo golpe en la cabeza con una pala, sigue desaparecida sin que nadie (salvo Tracy Vanderbilt) sospeche de él.

 

   Bates protagoniza los momentos más aterradores del filme (todas las conversaciones que mantiene  con el cadáver de su madre -cuyo rostro permanece siempre oculto entre las sombras, para sembrar cierta duda en el espectador-, pero en especial aquella en la que vemos el cuerpo de la mujer tendido en la cama, pasando a estar sentado en el borde de la misma cuando replica a su hijo. También es destacable la escena  en la que intenta asesinar a Maureen en la ducha, creándose una tensión creciente gracias a los coros del Miserere -esa musicalización del Salmo 51, creada por Gregorio Allegri en el s. XVII para ser cantada, en latín, durante los maitines del miércoles y viernes Santos, celebrados en la capilla Sixtina-, que aumenta aún más cuando el travestido descorre las cortinas y observamos a la joven con sendos cortes, uno en cada muñeca, de los que mana sangre en abundancia, tiñendo de rojo el agua de la bañera. El final, con la entrometida Tracy rogando piedad ante Norman e intentando convencer a éste de que no la mate, también resulta aceptable. La periodista aúlla con desesperación la verdad sobre Emma Spool y sus horribles actos, esperando el perdón de Bates y consiguiéndolo cuando éste recupera momentáneamente el sentido para apuñalar el cadáver momificado de su falsa madre), pero también los más simpáticos (cuando Duane, tras conseguir el trabajo, le dice “No me quedaré mucho tiempo”, el responde “Nadie lo hace”. Su imagen resulta amenazadora con ese búho embalsamado que vemos tras él y que parece abalanzarse sobre su presa; después del intento de suicidio de Maureen, ésta exclama “Debo haber dejado el baño hecho un asco”. La contestación de Norman -“He visto cosas peores”- está cargada de ironía; finalmente está la escena del depósito de hielo anexo a la recepción. Allí el sheriff -Gillin- reconoce no tener pruebas para encarcelar a Bates ante una abatida Tracy. Mientras, el agente abre la tapa del cajón y vemos un brazo azulado por el frío sobresaliendo entre los cubitos. Sin apercibirse, mete la mano en el interior y recoge uno de los trozos de hielo, totalmente manchado de sangre, introduciéndolo a continuación en la boca para refrescarse, mientras insiste en no tener indicios contra el protagonista, que observa la escena con preocupación a la par que sonríe nerviosamente). Su acto final contra el cadáver de su madre parece liberarlo de la influencia que ésta, aún muerta, ejercía sobre él (“Pero seré libre. Por fin seré libre”, será su respuesta cuando el sheriff afirma “Te van a encerrar para siempre”), pero su gesto en el coche de policía, cuando ya ha sido detenido, vuelve a poner en tela de juicio su cordura.

 

(5,5/3)

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