INVASIÓN DE LOS ULTRACUERPOS, LA (Philip Kaufman) / 1978: Donald Sutherland, Brooke Adams, Jeff Goldblum, Veronica Cartwright, Leonard Nimoy, Art Hindle, Lelia Goldoni, Kevin McCarthy, Don Siegel.

 

   Unas esporas llegan a la Tierra tras aniquilar toda forma de vida del último planeta que han conquistado y que han dejado completamente devastado. Su capacidad para crear unas vainas capaces de generar copias casi exactas (físicamente idénticas, aunque carentes de cualquier tipo de sentimiento) de los seres que habitan en los mundos a los que arriban hacen que, por una parte, su capacidad de adaptación sea enorme, y que, por otra, la colonización que llevan a cabo sea indetectable hasta que ya es demasiado tarde.

 

     Kaufman realizó el primer remake de La invasión de los ladrones de cuerpos, Don Siegel, 1956 (luego llegarían Secuestradores de cuerpos, Abel Ferrara, 1993, y La invasión, Thomas Hirschbiegel, 2007) en el año 1978, logrando una obra que no solo supera al original que lo inspiró (y, evidentemente, a los dos filmes posteriores), sino que se erige como una de las cumbres de la ciencia ficción de todos los tiempos, sobrepasando los límites de dicho género y adentrándose en el campo del terror, al lograr un clima de desasosiego, de intranquilidad, de paranoia, de inseguridad, de incertidumbre y de fatalismo que la hace jugar en la misma liga que otros dos filmes coetáneos y, al igual que éste, imposibles de encasillar en un solo género, refiriéndome, sin duda, a sendas obras maestras del rango de Alien: El octavo pasajero, Ridley Scott, 1979, y La cosa, John Carpenter, 1982, con las que comparte ese citado clima de paranoia (la imposibilidad de confiar no ya solo en tus semejantes, sino también en aquellos que hasta hace nada eran tus amigos o familiares y que ahora son un simple caparazón que envuelve una personalidad desconocida y carente de emociones, dispuesta, además, a acabar a toda costa con aquellos que presuponen una amenaza para su propia existencia -Bishop, el androide interpretado por Ian Holm en la primera de las citadas, empeñado en llevar a cabo su misión aunque ello suponga la muerte de sus compañeros de expedición, o el extraterrestre de la segunda, que no muestra ningún recelo en eliminar a todos los miembros de la base antártica para lograr su pervivencia-, es decir, nosotros mismos, pasando de víctimas a amenazas en un escueto periodo de tiempo. Aún así, ¿Es censurable el proceder del invasor cuando el propio ser humano es experto en colonizar espacios que le son ajenos aclimatándose a los mismos y eliminando a los moradores primigenios, a los que considera un obstáculo para su desarrollo?) y, con La cosa en particular, de pesimismo (ambos filmes poseen dos de las conclusiones más negativas de la historia del cine, rozando un nihilismo exacerbado que las emparenta con otras dos piezas fundamentales del género, más modernas, pero igualmente cargadas de un desaliento totalmente descorazonador como son Amanecer de los muertos, Zack Snyder, 2004, y 28 semanas después, Juan Carlos Fresnadillo, 2007, que, además, comparten con los anteriores ese mandamiento según el cual los personajes no pueden fiarse de sus semejantes so pena de muerte o, peor aún, conversión en un ser casi homólogo aunque hostil y sin pasiones).

 

   Por otro lado, esa mencionada superioridad con respecto al resto de versiones se ve reflejada en la vigencia de aquello que se pretende reflejar y criticar (la sociedad de la época, que ya comenzaba a mostrar los rasgos de deshumanización que se haría mucho más patente, si cabe, en décadas posteriores), mensaje que, pese a los casi cuarenta años de antigüedad con los que cuenta la película, aún perdura intemporal, transformándose en un rasgo característico e inherente al ser humano de nuestros días. Al contrario, los otros tres filmes realizados hasta el momento inspirados en el relato Los secuestradores de cuerpos, de Jack Finney, fueron realizados en épocas muy precisas, en las que la sociedad se había visto sacudida por determinados acontecimientos históricos de suma relevancia. Así, La invasión de los ladrones de cuerpos fue realizada en pleno auge del maccarthismo (esa vergonzosa ley que provocó que cientos de personas relacionadas con el mundo del cine fueran delatadas por sus propios colegas como supuestos colaboradores del régimen comunista, acabando así con sus carreras de manera fulminante), con lo que el filme siempre gozó de una doble interpretación debido a su ambigüedad: Por un lado, los invasores carentes de emociones podían ser las hordas soviéticas siempre prestas a invadir al pueblo americano (al menos eso pensaban ellos), pero por otra, esos mismos extraterrestres podían ser los antaño compañeros, familiares o amigos que ahora delataban a sus seres cercanos sin pizca alguna de remordimiento. Por otro lado, Secuestradores de cuerpos se rodó poco más de un año después de la finalización de la 1ª Guerra del Golfo, resultando ser una escasamente sutil (e incluso algo maniquea) crítica al estamento militar y a la impersonalidad y hieratismo de sus miembros, sean mandos o simples soldados, lo que supone un caldo de cultivo inmejorable para los nuevos clones. Finalmente, La invasión es un filme post 11-S, en el que se refleja el temor del pueblo americano a que se produzcan nuevos ataques dentro de sus fronteras. En definitiva, las tres películas mencionadas se corresponden con momentos sumamente concisos de nuestra historia reciente, mientras que La invasión de los ultracuerpos habla sobre la decadencia de la sociedad de finales de los setenta, algo extrapolable a la de nuestros días, lo que universaliza el mensaje, dándole un carácter intemporal y perdurable.

 

   Con respecto al tema de la ausencia de sentimientos, es clarificadora la conversación al respecto que mantienen Matthew (Sutherland, demostrando ser una elección perfecta para su papel de hombre resolutivo -basta ver su inflexible forma de proceder como funcionario del departamento de sanidad con aquellos restaurantes, por prestigiosos que sean, que incumplen las normas básicas de limpieza e higiene- enfrentado a una situación irreversible) y Elizabeth (Adams, bastante floja), los dos protagonistas, con David (un Nimoy que demuestra que podía hacer más cosas aparte de dar vida al ¿casualidad? impasible e inmutable Spock de la saga Star Trek), el psicólogo amigo de Matthew, que ya ha sido copiado. La pareja es cercada en casa del hombre por varias de las réplicas. Cuando les inyectan un somnífero (recordemos que la clonación de las vainas tiene lugar durante la fase de sueño), Matthew exclama: “David, me estás asesinando”, y Elizabeth prosigue: “Te odio”. David, imperturbable, responde: “Nosotros no te odiamos. No tenemos necesidad de odiar ni de amar”. La declaración de Amy (“Te quiero, Matthew”) suena a la necesidad de gritar unos sentimientos que han permanecido ocultos durante demasiado tiempo y que han de ser expresados antes de que llegue la oscuridad (la película, como el propio Kaufman reconoce en el comentario incluido en el DVD, no es más que una historia de amor trágica e imposible). La frase de Matthew que la sigue (“Hay gente que luchará contra vosotros, David”) parece más una manera de agarrarse a una nimia (y a la postre vana) esperanza  que una seria advertencia para los invasores. La lapidaria respuesta de David (“Dentro de una hora no querréis que lo hagan”), deja un poso de pesimismo que irá creciendo hasta el final, tan demoledor como brillante, mostrando un destino para la raza humana inevitable, dejando claro que no se puede hacer frente al cambio inexorable.

 

   Kaufman consigue un clima desasosegante a base de acumular multitud de detalles que, en primer lugar, dejan en el espectador la sensación de que algo malo está comenzando a suceder. Esa sucesión de momentos desazonadores y siniestros se suceden a lo largo de los dos primeros tercios del filme: El fantástico e inquietante prólogo en el que observamos a las esporas abandonando el último planeta que han asolado y dirigiéndose hacia la tierra; las subsiguientes y turbadoras escenas en las que contemplamos como la lluvia que cae en la ciudad impregna plantas, flores y árboles con los organismos, comenzando éstos a crecer y evolucionar rápidamente sobre las hojas como si fueran parásitos, hasta convertirse en capullos. Destacan dos factores en este inicio: Por un lado, los FX, que muestran el desarrollo de las flores extraterrestres, y que fueron rodados utilizando un sencillo (a la par que efectivo) método, consistente en grabar a las plantas replegándose sobre sí mismas, viéndose en pantalla esas imágenes mostradas a la inversa. Por otro, la chirriante, tensa, átona y anómala banda sonora, capaz de enervar y exasperar por sí sola; el plano del sacerdote (Robert Duvall en un sorprendente y sobrecogedor cameo) que se balancea en un columpio mientras observa fijamente a los niños que recogen las flores recién nacidas; la luna rota del coche de Matthew, que recuerda las raíces de la planta invasora; la secuencia en casa de Karen y Geoffrey (Hindle, el protagonista de Cromosoma 3, David Cronenberg, 1979), su pareja: Kaufman se toma su tiempo en presentarnos a ambos personajes, a los que observamos en diversas actividades cotidianas. Al irse a la cama, la mujer deposita en un vaso el brote que ha recogido (es científica en un laboratorio) en el parque y lo coloca en la mesita del hombre. La oscuridad reinante y la lánguida música de piano añaden un punto inquietante a la escena. Un lento travelling de grúa que va desde el rostro de Geoffrey hasta la vaina indica que, definitivamente, algo no va bien. La sucesión de detalles amenazadores continúa con el molesto ruido del despertador, que despabila a Elizabeth, quien observa a su pareja recogiendo unos extraños restos en la alfombra, tirándolos a un cubo y arrojando el contenido a un camión de la basura igual a otro que ya vimos casi al principio del filme y que contiene desperdicios similares a los vertidos por el hombre, que se queda parado en la calle con la mirada perdida; el inmediato encuentro entre Elizabeth y Matthew, en el que la primera le dice al segundo: “Geoffrey no es Geoffrey. Le falta algo. Emoción, sentimientos. No es el mismo”, indica claramente que la joven comienza a sospechar que algo sucede. Por otro lado, la respuesta de su interlocutor tras sugerir una visita al psiquiatra (“descartaría que fuese gay, que tenga un trastorno social o que se haya hecho republicano”) supone el único apunte humorístico de todo el metraje; la visita del protagonista a una lavandería en la que el marido de la dueña le insiste en que ésta ya no es su mujer. El plano de ella observando a Matthew semioculta tras una cortina, y el otro que nos muestra otro camión de la basura más cargado de extraños restos, añade más misterio, si cabe, al momento; el abrazo entre los dos protagonistas mientras escuchamos un extraño zumbido. La cámara se desplaza hasta un pasillo cercano en el que observamos a un hombre encerando el suelo (el director de fotografía Michael Chapman, en un cameo). Mientras la imagen se acerca, contemplamos su gesto impertérrito y sus gestos mecanizados, similares a los de un autómata; el espeluznante cameo de Kevin McCarthy, protagonista y superviviente en La invasión de los ladrones de cuerpos (de hecho, su personaje aquí tiene el mismo nombre, pese a que no se mencione y solo salga en los títulos de crédito, que en la película de Siegel, intentando dar una sensación de continuidad con respecto a ésta), que sale de la nada abalanzándose sobre el coche en el que viajan Matthew y Elizabeth mientras grita: “¡Socorro! ¡Vienen! ¡Vienen! ¡Seréis los siguientes!”. A continuación, prosigue su estéril huída perseguido por la turba, entre la que se encuentran los agentes de la ley (otro síntoma de que ya no se puede confiar en nadie, ni siquiera en aquellos que tienen encomendada nuestra seguridad). El hombre fallece atropellado por un coche, mientras los dos protagonistas pasan al lado en su vehículo observando horrorizados la escena; la presentación del libro de David, en el que Elizabeth escucha a una mujer decirle al psicólogo que su marido ya no es tal, sino otra persona, y en la que advierte que los invitados se miran de manera cómplice y la observan (Kaufman fija de manera inteligente toda la paranoia en un mismo personaje, haciéndonos dudar sobre si lo que sucede es real o está en la mente de la joven, quizá algo perturbada); o todo el capítulo en los baños de barro regentados por Nancy (una Veronica Cartwright que ha participado en tres obras maestras del género: Aparte de aquí la hemos visto en Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963, y en la ya mencionada Alien: El octavo pasajero), a donde llega Jack (Goldblum, visto en otras dos películas que tienen que ver, de un modo u otro, con las alteraciones genéticas y la clonación, como son La mosca, David Cronenberg, 1986, y Parque Jurásico, Steven Spielberg, 1993), su marido y amigo de Matthew, tras asistir a la presentación del libro de David. Uno de los clientes se despide de la mujer y le da las gracias por la planta que le regaló días atrás. Consigue así el director captar la atención de la audiencia, quien intuye que algo desagradable va a suceder con una simple frase. La sensación aumenta cuando la mujer sale de la estancia y el plano se detiene ante la puerta recién cerrada, momento en el que comenzamos a oír el sonido de una respiración entrecortada y el ruido de algo orgánico que parece romperse o abrirse.

 

   Regresamos en este punto con Elizabeth y Matthew, que llegan a casa de la primera. El hallazgo de una planta con una tarjeta de regalo escrita por Geoffrey no hace levantar sospechas en ninguno de los dos, pero sí en el espectador, que descubre al novio con gesto imperturbable observando la escena a escondidas. A ello sumamos el sonido de las agujas del reloj, que escuchamos siempre que la acción nos lleva a casa de la pareja, haciendo que la sensación de agobio y desazón aumente exponencialmente. Vemos ahora a Nancy entrar en la sala de baños y masajes, encontrando en una de las camillas un cuerpo envuelto en una especie de crisálida. Jack decide llamar a Matthew, quien tras examinar el hallazgo decreta que se trata de una réplica de su amigo aún sin formar. El protagonista telefonea de inmediato a Elizabeth, pero la chica solo es capaz de descolgar el auricular y musitar algo ininteligible, cayendo inconsciente. Geoffrey cuelga el aparato y Matthew se dirige a casa de la joven. Mientras, asistimos a otro aterrador momento, en el que Jack se acuesta y se duerme en  una de las camillas, instante exacto en el que la réplica abre los ojos en presencia de Nancy, que grita completamente horrorizada. Cuando logra despertar a su pareja, ambos descubren que el ser ha vuelto a cerrar sus párpados mientas una gota de sangre caída de la nariz recorre su rostro.

 

   Llegamos ahora a uno de los mejores momentos de la película, que tiene lugar con la llegada de Matthew a casa de Elizabeth. Aquí Kaufman pone de manifiesto su habilidad para mover y colocar la cámara, buscando ángulos opresivos que provoquen sensaciones angustiosas y agobiantes. Valga como ejemplo ese falso picado del protagonista apoyado en el marco de una puerta, en el que un levísimo desplazamiento de la grúa descubre el engaño, pudiendo entonces advertirse que la cámara se haya a la misma altura que el personaje. También veremos un picado de Geoffrey, en el que se percibe la sensación de que está siendo observado por alguien, o un primer plano frontal de la escalera, en el que vemos salir por una puerta del pasillo inferior a un Matthew desenfocado en segundo término, subiendo a continuación los peldaños (observamos sus pies tras las barras de la barandilla). Abundan en esta secuencia los primeros planos de rostros, igualmente asfixiantes, y veremos un último picado, esta vez de Matthew entrando en la habitación de Elizabeth. El hombre observa una réplica completamente formada de la joven en la terraza, y a ella, inconsciente, en la cama. La llegada de Geoffrey hace que el protagonista se oculte en un armario (nuevo primer plano de su rostro, oculto entre las sombras). Cuando el primero vuelve a salir, Matthew coge a la chica y se la lleva (atención, de nuevo, a ese agobiante contrapicado de la escalera: El hombre cargando con la joven a la espalda comienza a bajar los peldaños en la planta superior, mientras que la réplica sale por una de las puertas del piso inferior). Hay dos elementos en toda la secuencia que contribuyen de manera decisiva a fomentar ese clima de tensión: Por un lado, el inquietante score, y por otro, algo que ya hemos mencionado con anterioridad: La repetición de sonidos monótonos y carentes de vida, como los propios clones. En esta ocasión sucede con el ruido del teléfono descolgado y, de nuevo, con el golpeteo provocado por las agujas del reloj.

 

   Mientras tanto, David, avisado por Matthew, ha llegado al hogar de Nancy y Jack, pero el cadáver ha desaparecido. La cámara se desplaza lentamente por la sala hasta la ventana, a través de la cual observamos uno de los camiones de basura recogiendo restos iguales a los vistos en anteriores ocasiones. Después de que el psiquiatra intente convencer a las dos parejas de que todo tiene una explicación racional, se va y entra en un coche en cuyo interior se haya Geoffrey, exclamando: “Hay que acelerar el proceso”. Es a partir de la conversación que tiene lugar en este momento entre las dos parejas protagonistas cuando todos ellos toman conciencia de lo que sucede realmente.

 

   Una vez llegados a este punto, Kaufman prosigue acumulando situaciones inquietantes y aterradoras (el súmmum de la paranoia lo constituye la secuencia de Matthew realizando llamadas desde varias cabinas telefónicas a diversos miembros del gobierno local. Todos los interlocutores intentan convencer al protagonista de que nada sucede y que todo está en su mente, mientras la cámara lo sigue -contrapicados que acentúan la sensación de pérdida, de desorientación y de confusión del personaje, y que acaban resultando incómodos y angustiosos, enfatizados por el machacón score-, enfocándolo desde la cintura o el suelo, en su anárquico deambular por las calles. Su posterior llegada a la lavandería china, donde el hombre que le dijese días atrás que su esposa había cambiado ahora asegura que ésta está bien y que todo fue un error, acrecienta el tono de perplejidad, refrendado por ese objetivo que se aleja mientras contemplamos a los dos orientales mirando fijamente al protagonista. Otra secuencia realmente aterradora tiene lugar en casa de Matthew, donde éste se oculta junto a Elizabeth, Jack y Nancy. El primero sale al jardín, quedándose dormido en una hamaca, mientras que la segunda yace en el piso superior debido al somnífero que le suministrara David antes de irse. Finalmente, los dos últimos descansan en el salón. Unas raíces comienzan a envolver a Matthew, mientras observamos cuatro vainas cercanas. La del protagonista es la primera en abrirse, comenzando a salir las réplicas del resto. El aspecto viscoso de la fase inicial de los clones, unido a los desagradables e inquietantes sonidos que producen durante su desarrollo, aparentemente doloroso, producen angustia. Esa sensación aumenta cuando los cuerpos empiezan a tomar forma mientras sollozan, gruñen o sufren espasmos. Entonces oímos la voz de Nancy, en apariencia lejana, que llama a Matthew, y que toma fuerza según éste va saliendo de su letargo. Tras despertar también a Jack y Elizabeth, comienza una huida que nos llevará hasta la conclusión. Las réplicas observan al grupo y gritan desde las ventanas de los edificios circundantes, revelando así su posición a los perseguidores. Tras verse acorralados, las dos parejas deciden separarse, dirigiéndose Matthew y Elizabeth hacia el aeropuerto, lugar al que nunca llegan porque el taxista -Don Siegel en una pequeña aparición- les lleva a una emboscada, de la que logran escapar. El siguiente momento reseñable acontece en el campo de maíz anexo al pabellón donde se cultivan las vainas alienígenas, a donde llega el dúo protagonista. Un inoportuno tobillo retorcido hace que Matthew tenga que dejar sola a Elizabeth para inspeccionar los alrededores, tiempo suficiente para que la joven se duerma y sea replicada. Cuando el hombre llega, la sacude y la llama para intentar despabilarla, algo que en esta ocasión resulta imposible. El plano nos muestra el abrazo de la pareja mientras contemplamos como el rostro de ella se va deteriorando y ajando, como si de una flor que se marchita a gran velocidad se tratase, hasta que solo queda el envoltorio seco y mustio de su piel, que cae al suelo como un saco rancio y vacío ante el estupor de Matthew, que grita horrorizado debido a la horrible escena que acaba de presenciar y que significa la pérdida de la mujer que ama. De inmediato, la imitación se levanta desnuda a escasos metros, y con su tono átono, frío y distante que lo distingue de la calidez de la voz de la Elizabeth primigenia, intenta convencer al hombre de los parabienes del cambio. La fuga de éste y el destrozo que ocasiona en el hangar donde se crían las vainas parece más una forma de prolongar su agonía y la de la raza humana -recordemos los barcos cargados de brotes a punto de salir del puerto para extender la invasión a nivel mundial- que un método eficaz de lucha contra los usurpadores), conduciéndonos mediante ellas a un final desalentador y desesperanzado, dejando determinados elementos optimistas por el camino (principalmente, ese sonido de gaitas que Matthew escucha cerca del pabellón, tras dejar a Elizabeth en el campo de maíz, y que proviene del puerto cercano. La música produce todo tipo de sentimientos, con lo que es factible pensar que la melodía no proviene de los ultracuerpos, sino de seres humanos normales. La euforia dura poco, exactamente hasta el momento en el que el hombre observa el tipo de carga que están subiendo a los barcos que están a punto de zarpar) para que ese golpe final sea aún más demoledor, con ese plano definitivo que muestra a un Matthew que se ha rendido al sueño y con ello ha perdido su humanidad, señalando con su índice acusador a una Nancy que primero se aproxima confiada ante la cercanía del que hasta hace escasas horas era su amigo y posteriormente se desgañita aterrorizada al sentirse delatada y traicionada por esa réplica carente de sentimientos que libera un grito horroroso (se utilizó el gruñido de un cerdo para realizarlo) que hiela la sangre. El zoom hacia la oscuridad de las fauces entreabiertas de Matthew que cierra el filme es una visión clara de las tinieblas que envuelven el sombrío futuro de la humanidad. La situación se torna aún más amenazante y turbadora si advertimos que el protagonista no solo apunta a la mujer con su dedo, sino hacia nosotros, la audiencia que aún no ha sucumbido a la transformación, descubriéndonos ante sus semejantes. La amenaza es ya definitiva, parece querer decir Kaufman, y nosotros, cobijados en la aparente seguridad de nuestros hogares, somos los siguientes. Nos encontramos así ante una obra profundamente pesimista, mucho más que la original, que se desarrolla en un pueblo, donde la invasión es controlable, y el final, moderadamente optimista. Aquí la amenaza es global y la conclusión, como ya se ha repetido en varias ocasiones, una de las más abrumadoras y negativas de la historia del cine.

 

(9/2)

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