IDENTIDAD (James Mangold) / 2003: John Cusack, Ray Liotta, Amanda Peet, John Hawkes, Alfred Molina, Clea DuVall, John McGinley, William Lee Scott, Jake Busey, Pruitt Taylor Vince, Rebecca De Mornay, Carmen Argenziano, Marshall Bell, Leila Kenzle, Matt Letscher, Bret Loehr, Holmes Osborne.

 

   Diez personas sin relación aparente (salvo aquellas con vínculos familiares) llegan a un motel de carretera regentado por un misterioso gerente llamado Larry (Hawkes, víctima propiciatoria en filmes como Abierto hasta el amanecer, Robert Rodriguez, 1996; Aún sé lo que hicisteis el último verano, Danny Cannon, 1999; o, ya alejado del género, La tormenta perfecta, Wolfgang Petersen, 2000). Simultáneamente asistimos a la vista solicitada por el abogado defensor (Argenziano) de un asesino en serie de nombre Malcolm Rivers (un Taylor Vince sensacional, capaz de causar en el espectador sensaciones contrapuestas como terror o lástima en cuestión de segundos), acusado de cometer varios crímenes y condenado a muerte por ellos. Mientras el letrado intenta conseguir el sebreseimiento de la sentencia, esgrimiendo como razón el trastorno de identidad disociativo (o personalidad múltiple) que padece su cliente, los llegados al motel comienzan a ser asesinados uno a uno por un misterioso homicida. Ambas líneas argumentales, en apariencia inconexas, confluirán en un rebuscado (otros dirán tramposo), sorprendente y sobresaliente final, del todo inesperado.

 

   El director neoyorquino James Mangold, normalmente alejado del fantástico (salvo en su aproximación a los mutantes de Marvel con Lobezno: Inmortal, 2013), se sumió en el género para ofrecernos esta historia, claro trasunto de 10 negritos, la novela de la aclamada Agatha Christie. Si bien no se trata de una traslación directa de la misma, resulta evidente su inspiración en ella, tomando varios puntos de su trama, en la que diez extraños son invitados a pasar un fin de semana en una isla desierta, siendo eliminados uno a uno (también parecen claros los paralelismos de la historia de la escritora británica con la entretenida serie Harper´s island). Incluso el final de Identidad es más fiel a la obra literaria que el de la mayoría de adaptaciones llevadas a la pantalla. Tanto Diez negritos, René Clair, 1945, como las versiones homónimas de George Pollock, 1965, o de Peter Collinson, 1974, así como Muerte en el safari, Alan Birkinshaw, 1989, optan por cambiar la conclusión, eligiendo casi todas una mucho más optimista. Tan solo una desconocida producción rusa, también titulada Diez negritos, Estanislao Govorujin, 1987, es coherente con el desenlace original, en el que una de las supuestas víctimas se revela como el asesino tras simular su propia defunción, sin que finalmente haya supervivientes, pues el propio homicida se suicida tras acabar con todos los invitados, haciendo pasar su muerte por un nuevo crimen, con el fin de que la policía no le halle como el verdadero culpable. El final de Identidad resulta incluso más oscuro, pues el criminal acaba con vida y libre de su cautiverio.

 

   “Al subir la escalera vi a un hombre que no estaba allí. Tampoco hoy lo volví a ver. Deseo verle desaparecer”. Con esa misteriosa y contradictoria frase comienza una de las mejores películas de género de los últimos años. Poco más sabemos por ese prólogo, salvo que escuchamos una grabación en la que un tal Malcolm Rivers parece responder a las preguntas de un interlocutor al que no conocemos por el momento, pero al que intuimos como la persona que maneja el magnetófono y las casettes en las que se hallan las sesiones psiquiátricas del primero (el individuo en cuestión está interpretado por Molina, otro miembro rutilante de un reparto magistral). La voz grabada del hombre, insegura y amenazante al mismo tiempo (merece la pena volver a destacar la labor de Taylor Vince) es acompañada por las fotografías de varias víctimas salvajemente asesinadas. El conjunto ilustra unos títulos de crédito sobrecogedores. Un teléfono suena en una casa a horas intempestivas y un hombre adormilado contesta la llamada. Se trata de un agente al que se avisa de la celebración de una vista la noche antes de la ejecución de Rivers, ante la aparición de un diario que podría aportar novedades al caso. La acción cambia de tercio, y un plano panorámico muestra un vetusto y solitario motel de carretera, iluminado por los rayos de una temible tormenta nocturna. Una revisión de la película permite observar multitud de detalles que ofrecen pistas sobre la resolución final, pero que pasan desapercibidas la primera vez que la vemos. Iré señalando, a lo largo de la reseña, la mayor parte de ellas, encontrándonos en este momento ante una de las más sutiles, pues solo puede ser captada en esa citada revisión: Me refiero a la metáfora que de la mente torturada, enferma y confusa de Malcolm Rivers se hace a través de la visualización de ese hostal azotado por una tempestad de truenos y relámpagos acompañados por ese intenso y perpetuo aguacero similar a un diluvio. La borrasca que nubla el juicio y la mente del convicto es idéntica a la que hostiga el hotelucho y a sus ocupantes, porque en definitiva, ambos lugares son el mismo.

 

   En el interior, Larry, el encargado, parece aburrirse. La puerta de la calle se abre y entra un hombre, que lleva a una mujer herida en brazos. A partir de aquí, la memorable presentación de los personajes, realizada a partir de secuencias aparentemente inconexas que van tejiendo una red que los vincula de una u otra forma, haciendo que, además, todos acaben en el hotel. Así, un flashback nos muestra a George (McGinley, al que ya conocemos) conduciendo su vehículo junto a Alice (Kenzle) y Timmy (Loehr), el hijo de ésta. El tacón de un zapato provoca un reventón y que el coche se detenga en uno de los carriles. Un nuevo salto nos lleva a una habitación en la que Paris (Peet), una bella joven, desvalija a un hombre maduro, al que deja maniatado en una cama. Ya en un automóvil en plena huída por el desierto (algo que recuerda a Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960, más aún cuando la chica llega a ese solitario motel de carretera similar al que regentaba Norman Bates -Anthony Perkins-), la maleta que lleva en el asiento trasero se abre y parte de los objetos que contiene salen volando al llevar la capota abierta. Uno de ellos es un zapato que cae en la carretera. Regresamos con George y su familia. Mientras el hombre intenta poner la rueda de repuesto, Alice, guareciéndose bajo un paraguas, se acerca a la ventanilla junto a la que se encuentra Timmy. El pequeño pone una mano en el cristal y su madre hace lo mismo por el exterior. El niño la aparta, y la mujer se separa del coche, siendo brutalmente arrollada por otro vehículo (ese juego de Timmy, en apariencia inocente, es el que provoca el atropello de Alice, tal y como descubriremos más adelante, estableciendo un nexo entre el pequeño y el crimen, algo que se repetirá de manera más o menos evidente en el futuro). George, estupefacto, solo acierta a decir: “¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho?”. Un nuevo flashback nos lleva al interior de otro automóvil, ocupado por Ed (un Cusack excelso), un chófer que transporta a Caroline Suzanne (De Mornay, siempre recordada como la malvada niñera de La mano que mece la cuna, Curtis Hanson, 1992, y que regresó puntualmente al género en la película que nos ocupa o en otras como El día de la madre, Darren Lynn Bousman, 2010), una actriz del montón con aires de grandeza. El conductor, distraído por las órdenes y los gritos de su clienta, pierde de vista la carretera, arrollando a alguien que se cruza en su camino. El coche se detiene, mientras alguien grita en el exterior: “¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho?”. Ed hace ademán de bajarse, pero Caroline lo sujeta por el hombro mientras exclama: “Si le ayudas, asumes la responsabilidad”. El hombre, sin atisbo de duda, se libera y sale al exterior, comprobando la gravedad de la situación y regresando a su coche para pedirle el móvil a la actriz, que se lo niega. El chófer muestra su carácter decidido rompiendo la ventanilla y cogiendo el teléfono, mientras Caroline intenta quejarse en vano. De todas formas, el aparato no tiene batería. Regresamos por un instante con Paris, cuya huida se ve interrumpida por una carretera anegada por las lluvias torrenciales.

 

   Acaban así las presentaciones de los seis primeros personajes, mostradas todas ellas en flashbacks (a Larry solo lo hemos visto fugazmente), y regresamos al presente, retomando la acción donde se había interrumpido, con la irrupción en el motel de George portando a Alice y con la diferencia de que ahora sí sabemos lo ocurrido. Ed y Timmy entran tras la pareja, y el primero solicita al gerente un teléfono, que tampoco funciona. De nuevo en la calle, el chófer saca las maletas y a la propia Caroline del coche, poniéndose en marcha y encontrándose al poco rato a Paris, con el vehículo averiado. El viaje de ambos, ahora juntos, se reanuda hasta que encuentran un nuevo corte en la carretera, apareciendo entonces dos nuevos personajes: la pareja formada por Lou (Lee Scott) y Ginny (DuVall, vista en The faculty, Robert Rodriguez, 1997; La mujer del astronauta, Rand Ravich, 1999; Fantasmas de Marte, John Carpenter, 2001; Cómo fabricar un monstruo, George Huang, 2001; El grito, Takashi Shimizu, 2004; ó en Anamorph, Henry Miller, 2007, y también en las series Carnivale, Heroes, y American horror story), que les recogen, llegando los cuatro al motel, donde se producen las primeras diferencias de carácter entre Paris y Larry, que desprecia a aquella por su apariencia. Mientras tanto conocemos al Dr. Malick, al que ya habíamos visto en el prólogo, que llega a la vista de Malcolm Rivers, confirmándose como su psiquiatra. De vuelta al motel, se produce la llega de los dos últimos caracteres del relato: El agente Rhodes (genial Liotta, el único que ya había trabajado con el director, en Copland, 1997), que escolta a Robert Maine (Busey, cuyo aspecto recuerda mucho al que presentara en Agárrame esos fantasmas, Peter Jackson, 1996).

 

   Tenemos así a todos los personajes reunidos y finaliza el periodo de presentaciones, dando paso al desarrollo de cada uno de ellos mediante trazos que dejan al descubierto sus diferencias. Por un lado Ed se sigue afianzando como el líder del grupo y muestra su carácter resolutivo cosiendo la herida que Alice presenta en su cuello, mientras Larry observa la maniobra con gesto de repugnancia. También descubrimos que el tímido y apocado George no es el padre de Timmy, y vemos al pequeño observar, con gesto impasible, como Rhodes lleva a su preso a una de las habitaciones. Poco después el agente tiene un tenso encuentro con Paris, a la que intenta seducir, aunque su tono prepotente lo hace ser rechazado tajantemente. La sucesión de escenas que revelan más de lo que aparenta se sigue prolongando sin solución de continuidad. Ed saca una pistola de la guantera de su coche y luego toma varias píldoras de un pastillero (algo que cobra sentido al final, cuando descubrimos que el chófer es una de las personalidades de Rivers, y que éste está siendo sometido a un tratamiento agresivo); Larry guarda una foto colocada sobre una mesa, en la que vemos fugazmente a un hombre sujetando un salmón recién pescado (luego descubriremos de quién se trata); Paris comprueba que el maletín con el dinero que oculta sigue intacto en el armario de su habitación; Lou y Ginny descansan en lugares separados, y el primero se hace el dormido mientras ella le llama sollozando; Robert logra liberarse de la tubería a la que se halla esposado en la pared; y Rhodes sale de su cuarto, dándonos la espalda y mostrando una camiseta ensangrentada con un agujero en su parte trasera (algo que también tendrá su debida explicación en el futuro).

 

   La primera víctima del filme será Caroline. La actriz se halla en su habitación, mirándose al espejo (el asesino solo es visto una vez se desvela su identidad, pero aquí podemos descubrir su sombra proyectada en la cortina de la ventana), y entonces su teléfono comienza a sonar. Las continuas interferencias hacen que salga al exterior en busca de cobertura, protegiéndose de la lluvia con una cortina de plástico y alejándose del edificio lentamente. Un ruido la pone en alerta, siendo atacada por la espalda mientras su improvisado chubasquero se salpica de sangre. De todas formas, la búsqueda del cadáver y el hallazgo del mismo están mucho más logrados, atmosféricamente hablando, que el asesinato propiamente dicho. Ed se despierta sobresaltado y su intuición le lleva al porche de la entrada, donde halla una de las argollas de la cortina de ducha. Siguiendo el rastro de las mismas llega hasta la lavandería. Varias lavadoras industriales funcionan a la vez y emiten un ruido sordo y característico, aunque también parece oírse un golpeteo discontinuo. El hombre va apagando las máquinas una a una, y el sonido irregular se hace más audible hasta ser lo único que se escucha cuando queda encendida la última. Al desconectarla, el sonido cesa, y la portezuela, abierta por Ed, deja al descubierto un montón de ropa ensangrentada que oculta la cabeza cercenada de la actriz. Una sombra se desliza por el exterior, vista a través de la ventana, llegando hasta la puerta. La tensión, de nuevo en lo más alto, desaparece cuando vemos asomar a Rhodes y a Larry, que se acercan a Ed para observar el dantesco espectáculo. El agente ve un objeto bajo la testa y mete la mano, pero el chófer le dice que use algo para cogerlo con el fin de no borrar pruebas (contrasta la minuciosidad de éste último, pese a que también revela que fue policía en el pasado, con la dejadez del supuesto experto, aspecto que, como todos los demás, encajará en el puzle definitivo). El objeto en cuestión es una llave con el número diez, que lleva al trío a ese cuarto, el de Rhodes, del que ha desaparecido el convicto.

 

   La acción nos lleva de regreso a la vista, a la que llega el juez Taylor (Osborne), visiblemente enfadado con el fiscal por obligarle a salir de casa a altas horas de la madrugada. En el motel, Ed y Rhodes se separan en busca del reo, mientras en el interior la tensión crece por momentos después de que el grupo reciba noticia de lo sucedido. Fuera reina la oscuridad, quebrada por los relámpagos ocasionales, y el silencio, acompañado por el repiqueteo de la pertinaz lluvia e interrumpido por algún que otro trueno. El ajustado score y la fotografía (obra de Phedon Papamichael), oscura y densa, ayudan a crear el necesario clima de tensión e intriga, que hace de la búsqueda de los dos agentes uno de los mejores momentos del filme. Ginny, presa del pánico, abandona la seguridad del grupo y corre hacia su habitación, seguida de cerca por Lou. Una fuerte discusión tiene lugar entre la pareja, y la joven decide esconderse en el cuarto de baño mientras su marido, fuera de sí, embiste la puerta con violencia. La escena resulta especialmente dramática gracias al buen hacer de los actores, que realizan un trabajo excepcional resultando del todo creíbles. Los golpes cesan de súbito, pareciendo obedecer las desesperadas súplicas de Ginny, que, al cabo de unos segundos, decide abrir. Un plano frontal muestra la puerta deslizándose y hace testigo al espectador de algo que la joven no puede ver, pues queda a su espalda: la esquina más cercana a ella, en el cuarto donde hace un instante estaba Lou, está manchada por las huellas de unas manos ensangrentadas, que dibujan una trayectoria descendente. Por una de las paredes se desliza una sombra que empuña un cuchillo y se abalanza sobre la muchacha, que tiene el tiempo justo para cerrar la puerta y salir por el ventanuco del cuarto de baño, cayendo ante Rhodes, que intenta calmarla. Al dirigirse a la entrada se encuentran a Paris, Larry y Ed. Los tres hombres entran en el cuarto, hallando el cuerpo de Lou junto a la puerta del baño, cosido a puñaladas. Al salir a la calle, una sola mirada de Ed provoca la reacción de Ginny, que llora desconsolada.

 

   La siguiente escena muestra a Robert Maine huyendo campo a través mientras se aleja considerablemente del hostal, llegando a unas casas abandonadas en las que decide esconderse. Tiene lugar en este instante la pista que puede dejar claro que todo cuanto acontece en el motel no es real. El reo mira a través de una de las ventanas del recinto y ve, frente a él, al otro lado de la calle, el edificio del que se había alejado varios cientos de metros, mientras Rhodes lo descubre y se adentra en la casa, golpeándolo repetidas veces. Es indudable que lo que acabamos de ver carece de sentido, pues las convenciones del tiempo y el espacio han saltado por los aires en cuestión de segundos, pero de ahí a hilar el giro final media un trecho muy grande. Volviendo al filme, Larry recibe el encargo de cuidar de un Maine inconsciente y maniatado a un pilar de uno de los tendejones. Mientras, Alice recobra el sentido y parece recuperada, y Paris vuelve a su cuarto y recoge su dinero, encontrándose con Ed, que se dirige a la suite de Lou y Ginny a sacar fotos del cadáver. La joven le acompaña y el hombre le cuenta los motivos por los que dejó la profesión de policía. Al agacharse cerca del cuerpo, el agente recoge una llave con el número nueve. Luego sale del poche para avisar a Rhodes y descubre a Larry caminando a hurtadillas por la cabaña de enfrente. Al llamarlo, el encargado se hace el despistado, y cuando los dos agentes le preguntan por qué ha dejado a Robert, solo acierta a balbucear palabras incoherentes. Rhodes entra en el cuarto y observa estupefacto algo que no vemos. Recuperado y furioso, se dirige a donde está Larry, y sin dar explicaciones, lo arrastra al interior, seguido por Ed y Paris. Maine sigue maniatado, pero su cabeza, en un ángulo imposible, apunta hacia el techo. Un bate de beisbol introducido por la boca y del que solo vemos la empuñadura fuerza esa posición grotesca y antinatural. Los dos policías se dejan llevar por la evidencia y asedian al recepcionista, señalándolo como culpable. El hecho de que del maletín que lleva se caiga el bolso de la actriz asesinada no alivia precisamente su situación. Larry coge a Paris como rehén, pero ésta consigue empujarlo, provocando la caída de ambos. La joven, al levantarse, se apoya en la manilla de una nevera, abriendo la puerta y provocando la aparición de un cadáver congelado, el del auténtico encargado (al que vimos fugazmente en cierta foto escondida en un cajón tiempo atrás). Larry decide escapar, cogiendo una furgoneta oculta en un tendejón. En su huída está a punto de atropellar a Ed y a Rhodes, que se apartan en última instancia, pero ahora es Timmy el que se encuentra en la trayectoria del vehículo (una pequeña trampa, pues un instante antes lo vemos en el umbral de la puerta del recibidor, bajo el porche, y bastante alejado del tumulto), lanzándose George a por el pequeño, que se separa ligeramente, resultando su padrastro arrollado y aplastado contra la pared de una de las cabañas. Un plano desde el interior de la furgoneta muestra la mano ensangrentada sobre el capó. Ed se lleva las manos a la cabeza, ya junto al vehículo, mientras Rhodes observa a un Larry estupefacto, que parece empezar a tomar conciencia de lo que acaba de hacer.

 

   La tensión reinante se disipa en una nueva escena que tiene lugar en la vista. Allí el Dr. Malick muestra a los presentes un diario perteneciente a Malcolm, en el que se observa como la letra varía sustancialmente de un día a otro. En ese momento hace acto de presencia el asesino, custodiado por varios policías. Regresamos al motel, donde Larry intenta explicar al resto del grupo cómo acabó ejerciendo de recepcionista improvisado. Su historia (según la cual el empleado ya estaba muerto cuando llegó, decidiendo simplemente suplantarle) es tan rocambolesca que Ed y Paris se la creen, pero no así Rhodes. En ese momento Timmy, acurrucado junto a Ginny, se levanta sin decir nada y entra en la habitación de su madre. Mientras, la joven viuda cita “Diez negritos” y el vínculo existente entre las víctimas del relato, en un principio desconocidas. El pequeño regresa sin que nadie parezca dar importancia a su ausencia. Entre tanto, Larry y Paris hablan de sus orígenes, descubriendo que proceden del mismo condado (Hawkes vuelve a estar soberbio, agregando cierto tono cómico a su interpretación que lo convierte en un caradura simpático). Un golpe casi imperceptible procedente del cuarto en que reposa Alice es captado por Rhodes, que se dirige hacia allí, encontrándose muerta a la mujer. El agente reclama disimuladamente la presencia de Ed, que observa acongojado lo sucedido. Casi de inmediato entra Paris, seguida por Timmy, que comienza a llorar desconsoladamente. Una llave, la causante del ruido, reposa bajo la cama. Su número es el seis. Cuando Paris inquiere: “¿Y la siete?”, un atisbo de duda asoma en Rhodes y Ed. Sus miradas se cruzan y ambos parecen comprender al mismo tiempo, dirigiendo la vista hacia la ventana que da a la calle. La respuesta a la pregunta de Paris parece evidente si no fuera por el hecho de que, en apariencia, es totalmente imposible, pues la muerte de George en ningún momento pareció premeditada. La retirada de la furgoneta empotrada libera el cuerpo, y Ed extrae de un bolsillo de la chaqueta la llave número siete, haciendo que el desconcierto sea ya total, y el momento, gracias a la capacidad de Mangold para crear intriga, a los actores y a la música, absolutamente logrado. El chófer ordena a Paris y a Ginny que cojan a Timmy y se vayan en uno de los coches, tratando Rhodes de impedirlo en vano. Antes de huir, la primera se dirige a su cuarto, mientras que la otra chica y el pequeño van hacia el vehículo, ligeramente apartado. La discusión entre los dos agentes se ve interrumpida por una enorme deflagración, que convierte el automóvil en un amasijo de hierros calcinados. Larry es el primero en reaccionar, recogiendo el extintor y apagando las llamas. No hay restos de las víctimas en el interior, y las caras de Ed, sobrepasado por los acontecimientos, y de Paris, histérica, dejan en evidencia la tensión y el nerviosismo existentes. Al desplazarse hasta la furgoneta, comprueban que el cadáver de George ya no está. Lo mismo sucede con los de Robert, Lou, Caroline y Alice. En su lugar, los sitios completamente inmaculados, sin resto de sangre o de los cuerpos, tal y como si nunca hubieran estado allí. Llevada por la desesperación, Paris grita desafiando al asesino y ruega poder llegar con vida a su cumpleaños, que tendrá lugar en menos de una semana. Larry comenta que el suyo también está próximo, y al decir el día, la joven asiente confirmando la coincidencia de fecha, al igual que Ed y Rhodes. Ya en la recepción, los supervivientes comprueban que el aniversario de sus compañeros fallecidos es el mismo día. En ese momento, parte del techo se desploma a causa de la lluvia y saltan los fusibles. Ed se queda a solas un instante y recoge todos los carnés, descubriendo otra curiosa coincidencia: los nombres o apellidos de los miembros del grupo coinciden con distintos estados de EEUU.

 

   Y por fin llegamos al punto en el que Mangold pone casi todas sus bazas sobre la mesa (aún se reservará un as en la manga para la traca final), descubriendo su juego y su farol. Si bien depende en parte del público el creerse el subterfugio urdido por el director, no es menos cierto que la habilidad de éste es la que hace la mayor parte del trabajo, provocando que el salto sin red tenga éxito. Así pues, en ese momento escuchamos una frase que al espectador más avispado le resultará familiar (“Al subir las escaleras vi a un hombre que no estaba allí. Tampoco hoy le volví a ver. Deseo verle desaparecer”), mientras la confusión reina en el rostro del chófer. La diferencia es que, al acabar la oración, oímos otra voz distinta a la primera, que pregunta apremiante: “¿Con quién estoy hablando ahora?”. Ed abre los ojos y mira confundido y temeroso hacia ambos lados, pues no reconoce el lugar en el que se halla. Nosotros sí: La ropa que ahora lleva es la de Malcolm Rivers en la vista. Y ahí nos encontramos (Mangold nos plantea desde el inicio un pasatiempo en el que, vistos los resultados y sensaciones que se producen en este momento, sin duda merece la pena adentrarse. Además, la suspensión de la credibilidad no es tan exagerada como en Alta tensión, Alexandre Aja, 2003, otro notable filme de género del mismo año cuyo resultado se resiente ligeramente por un giro final excesivamente forzado y rebuscado). Malick, cuya voz es la que acabamos de oír, insiste: “¿Con quién hablo ahora?”, y luego menciona a Malcolm Rivers, pero su paciente niega conocerlo, y la reacción de éste es igualmente nula cuando un agente le lanza las fotografías de sus crímenes. En ese momento el doctor expone a su cliente el tipo de desórdenes que provoca una personalidad múltiple y cómo ésta puede originarse por un trauma de la infancia (en las grabaciones del inicio el asesino rememoraba los malos tratos a los que le sometía su madre). Rivers le interrumpe (“¿Porqué me lo cuenta a mi?”), y la respuesta del doctor (“Porque tú, Edward, eres una de sus personalidades”) aclara cualquier resquicio de duda, entregándole a continuación un pequeño espejo. Cuando se mira en él, la imagen que le devuelve no es la de Ed, sino la de Malcolm, que reacciona con ira e incomprensión hasta que mira hacia una ventana y vuelve a ver su rostro verdadero. Malick vuelve a mostrar el diario y las distintas caligrafías, diez en total, una para cada personalidad, mientras explica la utilización de la misma fecha de cumpleaños y el nombre de distintos Estados como un recurso sencillo de retentiva para su paciente, que sigue sin aceptar la evidencia. El doctor, tras comentar a los presentes en qué consistía el tratamiento (concretamente, en enfrentar a las distintas personalidades para que se fueran eliminando hasta que solo quedase la del asesino o ésta fuera a su vez eliminada por una de las, digámoslo así, no peligrosas), intenta convencer a Rivers una vez más: “Sé que es difícil, pero la cara que has visto es la cara que veo cuando hablo con Edward, o Paris, o Larry. Una de las personalidades cometió los crímenes hace años. Se apoderó del cuerpo de Malcolm y liberó una ira indescriptible. Y en 19 horas Malcolm Rivers será ejecutado si no logro convencer a ese señor -señalando al juez- de que el asesino no está aquí. Edward, quédate conmigo, el asesino no puede seguir vivo”.

 

   Y así regresamos al motel, con Paris entrando en el coche patrulla de Rhodes y descubriendo una carpeta con sendas fichas policiales: la de Robert Maine y la de aquel. Un flashback expone lo sucedido, mostrando a un agente que transporta a los dos convictos. El ahora detective extrae un cuchillo y, con el impulso de sus pies, atraviesa el asiento, acabando con el conductor. Tras salir del vehículo (algo que para un prisionero debería resultar complicado), se pone la ropa del fallecido (lo que explica la camiseta con la mancha de sangre) y prosigue su camino, que finalmente le conducirá hasta el motel (también resulta un misterio el hecho de que Robert, el otro reo, en ningún momento opte por delatarlo). París abre el maletero y encuentra el cuerpo del policía asesinado, entrando al motel, donde es sorprendida por Rhodes. Larry aparece y consigue golpearlo con un extintor, pero el convicto utiliza su pistola para acabar con el encargado, mientras que la chica huye con las llaves de la furgoneta, encontrándose con Ed, que le ordena esconderse mientras él va al encuentro del otro superviviente, quien logra disparar tres veces antes de que el chófer llegue a su altura y le vacíe el cargador a bocajarro. Malick consigue aparentemente su objetivo, pues todas las personalidades han sido eliminadas salvo una, que, además, parece inocente. Malcolm repite las últimas palabras que Ed recita antes de espirar mientras los presentes en la vista observan estupefactos. París se va del motel en la furgoneta, y su imagen al volante permanece en el plano junto a la de Rivers, identificando a ambos como una sola persona.

 

   El asesino viaja en un furgón en dirección al psiquiátrico donde será recluido junto al doctor y otro agente al volante. Su sonrisa, lejos de parecer tranquilizadora, resulta inquietante. Un cambio de plano nos lleva a un lugar idílico en el que vemos una enorme plantación de naranjales, recorrida en su vehículo por la personalidad superviviente, la de Paris, que llega hasta una preciosa cabaña de madera desde la que se domina todo el terreno. La canción que canta la chica es la misma que tararea un Rivers risueño. La joven coge un rastrillo y se pone a cavar junto a un árbol, y es aquí donde Mangold pone en juego ese as que tenía guardado en la manga. Una llave con un llavero asoma en la tierra. La chica la extrae y su cara refleja terror cuando ve un “1” dibujado en el plástico. Una sombra se proyecta sobre su figura, y la cámara asciende y muestra a Timmy tras ella, golpeándose la mano con el rastrillo. Un flashback muestra al pequeño cometiendo todos y cada uno de los crímenes. Su imagen es sustituida por la de Rivers en aquellos que precisan de mayor fortaleza física, para que su ejecución no chirríe demasiado (de todas formas, el de Ginny sigue resultando peculiar, pues vemos al pequeño salir en dirección contraria al vehículo que explota, sin que se explique en ningún momento como hace para dejar a la joven en su interior). Timmy, cada vez más furioso, sigue chocando la mano con la herramienta con mayor violencia, mientras Paris exclama: “No, por favor. No lo hagas”. Malick abre la verja para comprobar qué le sucede a Rivers, que parece haber sufrido una especie de shock. Su frase (“las putas no tienen una segunda oportunidad”), expresada con un tono estremecedor, es dicha de igual modo por Timmy, y las dos voces se funden en una sola. El rastrillo es descargado con violencia sobre Paris, y Malcolm se abalanza en pos de Malick, estrangulándolo con las esposas, mientras el furgón se detiene en mitad de la carretera (¿Un alegato a favor de la pena capital?). El pequeño poema que ya todos identificamos sin problema vuelve a ser recitado por boca de Rivers, mientras la pantalla funde a negro y comienzan a desfilar los títulos de crédito, rubricando una película casi redonda a la que ciertas costuras en el guión, necesarias para llegar al resultado final y bien cubiertas en la mayoría de ocasiones, impiden llegar a cotas más altas. De todas formas, una vez se entra en el juego propuesto por el director, acatando sus normas, es imposible no dejarse envolver por un argumento que atrapa, lleno de giros, recovecos y muertes sorprendentes que nos llevan a una de las conclusiones más originales e impactantes vistas en pantalla en los últimos años.

 

(8/2)

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