HOSTEL (Eli Roth) / 2005: Jay Hernandez, Derek Richardson, Eythor Gudjonsson, Barbara Nedeljakova, Jan Vlasák, Jana Kaderabkova, Jennifer Lim, Keiko Seiko, Lubomír Bukový, Jana Havlickova, Rick Hoffman, Petr Janis.

 

   Paxton (Hernández, con intervenciones en Hostel II, Eli Roth, 2007, o en Quarantine, John Erick Dowdle, 2008) y Josh (Richardson, visto en Reeker, Dave Payne, 2008) son dos mochileros americanos de periplo por el este de Europa. En su peregrinar se topan con Oli (Gudjonsson en su única intervención ante las cámaras, siendo más conocido en Islandia, su país, como jugador de balonmano, donde quedó dos veces campeón nacional absoluto), otro chico que se une al grupo, llegando el trío a Amsterdam, donde dan rienda suelta al desenfreno probando todo tipo de sustancias psicotrópicas y manteniendo relaciones sexuales con cualquier chica que se cruza en su camino. Un pequeño incidente con los vecinos de la pensión donde se hospedan les lleva hasta Bratislava, la capital de Eslovaquia, donde prosiguen sus noches de juerga y lujuria junto a Natalya (Nedeljakova) y Svetlana (Kaderabkoba), dos atractivas jóvenes con las que comparten habitación en su nuevo hostal. Las chicas se muestran receptivas hasta el punto de acabar manteniendo relaciones sexuales con Paxton y Josh, pero la diversión se tornará terror cuando el trío descubre que las jóvenes son el cebo de una mafia que se dedica al secuestro de personas que son torturadas hasta la muerte por gente de gran potencial económico venida de todas partes del mundo.

 

   Roth dio origen a un subgénero tan vilipendiado y poco valorado como el torture porn o gorno (mezcla de las palabras “gore” y “porno”) con Hostel, el filme que nos ocupa. Pese a los argumentos dados por sus detractores (excesos sanguinolentos y gore; argumento casi inexistente y puesto al servicio del golpe de efecto; guiones tramposos y llenos de agujeros; personajes planos y descuartizables…), muchos de ellos plausibles y válidos, si el espectador no busca más que un pasatiempo descerebrado con un poco de tensión y angustia y un mucho de miembros cercenados y tripas, hallará tanto en Hostel y su secuela, Hostel II (mejor obviar su tercera entrega, Hostel III, Scott Spiegel, 2011, dirigida al mercado del vídeo), como en la saga iniciada por Saw, James Wan, 2004 (curiosamente, esta primera entrega no se considera afín al subgénero al no alcanzar unas cotas de sadismo y splatter excesivas. Eso sí, sus seis secuelas -Saw II, Darren Lynn Bousman, 2005; Saw III, ídem, 2006; Saw IV, ídem, 2007; Saw V, David Hackl, 2008; Saw VI, Kevin Greutert, 2009; y Saw VII 3D, ídem, 2010- aprovecharon el éxito de Hostel y las premisas mostradas superficialmente en la película de Wan para poner toda la carne en el asador mostrando todo tipo de trampas capaces de eviscerar, destripar, empalar, decapitar, desmembrar, trepanar, cercenar o amputar los miembros y órganos de los incautos de turno, puestas en práctica por Jigsaw -recordemos, un sensacional Tobin Bell- y sus aprendices), en la sobresaliente Los renegados del diablo, Rob Zombie, 2005, o en el binomio formado por The collector, Marcus Dunstan, 2009, y The collection, ídem, 2012, principales exponentes de tan polémico subgénero, así como unos divertimentos tan correctos como olvidables (con excepción hecha de la película de Zombie). Para estómagos más curtidos pueden señalarse tanto El ciempiés humano, Tom Six, 2009, como su secuela, la enfermiza El ciempiés humano 2, ídem, 2011 (cuando escribo estas líneas está por llegar una tercera entrega que, según su director, el mismo de las dos primeras, “hará que la segunda parte parezca una película de Disney”. Casi nada). De todas formas, es llamativo que muchas de las personas que denuestan las películas citadas tachándolas de sádicas y morbosas, alaben y eleven a la categoría de obras maestras otros filmes como Inside: Instinto siniestro, Alexandre Bustillo & Julien Maury, 2007; Frontière(s), Xavier Gens, 2007; o Martyrs, Pascal Laugier, 2008, por el mero hecho de que todo cine fantástico hecho en Francia mola, por malo que pueda ser (aunque éste no sea el caso). Más sangrante es el caso de otra película, ya fuera del género, como La pasión de Cristo, Mel Gibson, 2004, loada y alabada por sectores religiosos y conservadores (afanados habitualmente en cantar a voz en grito lo pernicioso y gratuito que es el gore) pese a que se trata de uno de los filmes más crueles de la historia del cine (nadie pone en duda su calidad intrínseca), dejando aquellos una vez más al descubierto una doble moral y una hipocresía cada vez más habitual.

 

   Rompiendo los moldes del subgénero creado por él mismo, el director de Massachusetts intenta mostrar unos personajes con los que el público pueda empatizar, pese a que no lo consiga del todo. De esta manera, Roth se toma los primeros 40 minutos de metraje para presentar a Paxton, Josh y Oli, los tres jóvenes y despreocupados mochileros que, debido a sus ansias de sexo y drogas, serán víctimas de los torturadores de turno (el mensaje ultraconservador que relaciona Eros con Tánatos sigue tan vigente en el género como en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado). Tenemos así una primera parte que muestra el devenir de los personajes por la ciudad de Amsterdam, siempre en busca de lugares que les proporcionen sustancias alucinógenas y mujeres que sacien su lujuria (muchas de las críticas recibidas por el filme vienen motivadas por la imagen superficial, frívola y exagerada que se da de la capital de los Países Bajos. Evidentemente, ninguna mención a la diáfana y contundente crítica de Roth hacia la miseria de la condición humana, hacia la crueldad que nos diferencia del resto de los animales, o a la deshumanización del individuo, capaz de torturar hasta la muerte a un semejante atado y desposeído de toda defensa por el mero hecho de dar rienda suelta a sus más bajas pasiones y deseos, liberando sus frustraciones. De todas formas recordemos que estamos ante un filme de terror, por lo tanto de ficción, que narra una situación artificial sirviéndose de elementos inventados y llevándolos al extremo para producir aversión, miedo o angustia. Veamos un par de ejemplos para los duros de mollera con películas consideradas como clásicos: El hecho de que una familia de matarifes texanos secuestre y escabeche a un grupo de chavales en La matanza de Texas, Tobe Hooper, 1974, no convierte a todos los habitantes del estado sureño en rednecks sedientos de sangre. De igual manera, que un tiburón blanco XXL se meriende a los bañistas que osan introducir sus posaderas en el líquido y salado elemento en la costa este de los USA en Tiburón, Steven Spielberg, 1975, no significa que las aguas de los mares estadounidenses estén atestadas de jaquetones king size ansiosos de carne humana). Así, los tres protagonistas son mostrados en lugares como el Museo de la marihuana (y para los curiosos, sí, existe), lugar en el que Roth hace su cameo habitual, fumando una inmensa pipa con otro colega en una mesa tras los chicos, y en discotecas, locales de alterne y fiestas en las que predomina el desenfreno, la diversión, las peleas, las borracheras, las drogas y el sexo, con un tono más cercano a la comedia universitaria americana que al cine de terror. Podríamos decir que Roth enseña a los jóvenes por fuera para luego mostrarlos por dentro.

 

   Pese a ese tono mayoritariamente desprejuiciado de su primera mitad, el realizador introduce varios elementos que intercalan una nota discordante en la armonía reinante. Sin ir más lejos, los títulos de crédito constituyen uno de esos elementos, quizá el más claro y evidente. La cámara se recrea en la limpieza de una de las salas de tortura. La oscuridad y los close ups permiten vislumbrar lo justo y necesario para que sintamos cierta aprensión: primeros planos que muestran instrumental quirúrgico, taladros, un martillo o una sierra, sangre corriendo por un desagüe, o una antigua y deteriorada silla con unas abrazaderas en los reposabrazos y manchas de todo tipo (fluidos corporales, como veremos más adelante) que dejan claro el uso para el que son destinadas y hacen volar la imaginación, provocándonos repugnancia y fijando en nuestra mente una sensación de desasosiego, con imágenes que aún no hemos visto pero que ya intuimos como muy desagradables. La puerta se cierra y la estancia queda sumida en la oscuridad absoluta, logrando Roth con la sugerencia y una pizca de maestría abonar el terreno y crear una tensión que ya no nos abandonará, pese al receso que tendremos en los siguientes minutos de metraje. Punto a favor de alguien que supuestamente solo rueda casquería y tablas de carnicero. Argumentos similares se usaron para desprestigiar  a Fulci hace más de tres décadas, y ahora es un director de culto.

 

   Esa primera parte en Amsterdam no permite intuir el horror que se avecina, aunque la aparición del siniestro David (Bukový), el joven que aloja a los tres protagonistas cuando llegan tarde a su albergue, sirve para añadir cierto tono oscuro gracias al gesto avieso de su cara y a su sonrisa torva e intranquilizadora. Él será quien recomiende a los amigos la visita a cierto hostal situado en Bratislava con la promesa de estar repleto de chicas hambrientas de jóvenes americanos. El viaje en tren hacia el nuevo destino se desarrolla con normalidad hasta que aparece otro elemento perturbador que añade una pizca más de desazón. Me refiero a ese hombre de negocios neerlandés, en apariencia respetable esposo y amantísimo padre de familia (entra hablando por teléfono con su pequeña y luego le enseña una foto de ésta a Oli, quien también tiene una hija), que comparte vagón con los jóvenes, con los que comienza a conversar. Cuando le preguntan por las chicas del lugar, él responde “pagando podéis hacer lo que queráis”, e insiste de nuevo con la frase “lo que queráis”, acompañándola de un guiño que parece ocultar segundas intenciones. El hombre se sienta y extrae un pequeño recipiente con una ensalada, que comienza a comer con las manos ante la sorpresa de sus acompañantes, recitando otra frase cargada de doble sentido: “me gusta tener una conexión con algo que ha muerto por mí. Lo aprecio más”. Luego tiene la mala idea de poner una mano en el muslo de Josh, que reacciona violentamente, insultándole y diciéndole que no le vuelva a tocar. El hombre, avergonzado, recoge sus cosas y cambia de compartimento. Resulta evidente, tal y como veremos más adelante, que éste no será el último encuentro con el holandés, por desgracia para los muchachos, siendo ésta la primera de una lista de casualidades o coincidencias que tienen lugar a lo largo de la película y que quitan un tanto de credibilidad a la trama.

 

   La llegada a la estación del pueblecito eslovaco sirve para acrecentar la sensación de soledad y de indefensión de los jóvenes. Los viajeros pronto se dispersan y desaparecen en el túnel, quedándose los tres chicos en el andén, desde el que se ofrece una panorámica desoladora e inquietante del lugar. La llegada al hostal (en cuya recepción una televisión emite Pulp fiction, 1994, cuyo director, Quentin Tarantino, es productor del filme de Roth) recupera momentáneamente el tono alegre y jovial, pues Paxton, Josh y Oli descubren al entrar en su habitación que está es compartida con Natalya (Nedeljakova) y Svetlana (Kaderabkova), dos bellísimas jóvenes que se encuentran de paso (al menos eso dicen) y que no tienen demasiados problemas en exhibir ante ellos su espectacular anatomía, tanto en el propio cuarto como después en la sauna, donde consiguen intimar con ellas. La fiesta prosigue por la noche, en la discoteca, y aquí tendrá lugar el segundo encuentro de Josh con el hombre de negocios (otra casualidad excesiva), al que se topa cuando sale a tomar el aire, pidiéndole perdón por lo sucedido en el tren e invitándole a tomar algo después de que el holandés le salve del asedio de los niños callejeros. Parece sugerirse aquí cierta atracción homosexual entre ambos, aunque al final ésta no se desarrolle en modo alguno. De hecho, Josh terminará la noche encamado con Svetlana, mientras que Paxton lo hace con Natalya (atención a la mirada cómplice entre las chicas)  y Oli con la chica de recepción. Esa noche será la última que los dos primeros vean a su amigo con vida. Un mensaje de teléfono con un escueto “Me voy a casa” y una foto del rostro del muchacho será la única despedida que reciban. El plano de la imagen sufre una variación y se traslada al lugar en el que se realizó la misma. La cámara retrocede ligeramente y observamos que la cabeza yace sobre una mesa, separada del resto del cuerpo. El plano se sigue ampliando hasta mostrar a un hombre saliendo del cuarto con un móvil y unas tenazas, caminando por un pasillo hasta otra habitación, en la que una joven maniatada grita. Las hojas de la herramienta se cierran sobre un dedo de uno de los pies de la muchacha, y un nuevo cambio de plano nos lleva de nuevo al hostal, en el que una de las chicas asiáticas hospedadas se corta las uñas con una tenacilla. De nuevo Roth insinúa antes de ofrecer carnaza.

 

   Esa noche, y pese a las reticencias causadas por la ausencia de Oli, los dos amigos deciden acudir a la discoteca antes de irse a la mañana siguiente. Josh, perjudicado a causa del alcohol y de las pastillas que le da Svetlana, decide retirarse a su cuarto. La puerta permanece abierta, y un plano de detalle muestra las piernas de la recepcionista en la entrada. Pronto oímos unos pasos que se detienen junto a la chica. Se trata de un hombre que observa desde el umbral junto a ella. Entonces, de súbito, comienza el horror. El plano subjetivo nos sitúa en algún lugar desconocido, que vemos parcialmente a través de un único ojo, pues nuestro rostro permanece tapado. La angustia y el pánico entrecortan la respiración, y la búsqueda de alguna referencia que nos sitúe añade más inquietud, pues vemos una mesa con instrumental quirúrgico y herramientas. Nuestra mirada se dirige hacia la puerta cuando la oímos abrirse, y contemplamos a un hombre con un gorro y una mascarilla que nos resulta vagamente familiar. Al quitarnos la bolsa, el plano cambia de subjetivo a objetivo, y observamos a Josh vestido con unos escuetos calzoncillos y maniatado a una silla. Ese cambio en la percepción sirve para que observemos lo que va a suceder ante nuestros ojos como un mero espectador, aunque añadiendo la congoja de habernos situado por unos momentos en el lugar de la víctima, para que “sintamos” todo lo que va a pasar. El joven suplica, grita y llora ante la pasividad del hombre, que se acerca a la mesa y recoge un taladro. Un cortísimo primer plano muestra la broca penetrando en el muslo del muchacho, que aulla de dolor. La cámara se pierde por el pasillo y luego se detiene en la mesa de instrumental, mientras oímos el sonido de la herramienta girando y los alaridos de un Josh al límite de su aguante. El taladro es lanzado sobre la consola metálica y observamos la broca llena de sangre y restos de carne. Será entonces cuando veamos el cuerpo del joven y las heridas en el mismo, aunque Roth no se recrea, sino que muestra el resultado desde un punto alejado. Tan solo acerca la cámara al rostro de Josh cuando el torturador aproxima su cara y vemos que se trata del hombre de negocios del tren. El chico, aún más aterrorizado, le pregunta por qué, y el asesino se recrea contándole sus frustradas intenciones de ser cirujano mientras sujeta un bisturí y simula un temblor exagerado en su mano. El joven solloza y le ruega que le deje irse, y su sádico interlocutor le dice que de acuerdo, agachándose. Entonces oímos el terrible sonido provocado por el escalpelo al seccionar la carne, el cartílago y el músculo, mientras que los espasmos sacuden con violencia el cuerpo de Josh, que grita hasta perder la voz. El torturador libera al joven, que intenta levantarse, pero un primer plano de sus pies muestra como sus talones sajados se abren de par en par, provocando que caiga al suelo. Arrastrándose consigue llegar hasta el umbral de la puerta, pero el hombre se sitúa sobre él, cogiéndole por la cabellera y cortándole el cuello con el bisturí. Roth consigue de nuevo la angustia que busca sin ofrecer demasiado gore, mediante la elipsis.

 

   La película da un momento de respiro al espectador al volver con Paxton, que despierta de su resaca en el almacén de bebidas y regresa a su habitación, donde encuentra a dos chicas idénticas a Natalya y Svetlana que repiten literalmente las palabras que éstas pronunciaron a la entrada de los jóvenes días atrás. Al comprobar que su amigo no está, decide buscarlo por el pueblo, encontrándose en una cervecería a las dos jóvenes, que presentan un aspecto visiblemente desmejorado. Las explicaciones que le dan con respecto al paradero de Josh no le convencen, e insiste en acudir al museo al que aseguran se ha dirigido éste. Es Natalya quien le guía hasta allí, una nave abandonada de aspecto siniestro, con un montón de extraños conversando en el exterior, junto a sus vehículos (uno de ellos es el director Takashi Miike, en un cameo). Paxton prosigue su camino, entrando en las dependencias. Al pasar junto a un cuarto observa un panorama dantesco: el hombre del tren sutura el torso de Josh, muerto sobre una camilla. El joven retrocede aterrorizado y se gira mientras escucha la sonrisa tétrica y burlona de Natalya, lanzándose hacia ella mientras la insulta. De inmediato es sujetado por dos matones que aparecen tras él y la cámara regresa al punto de vista subjetivo, haciendo que seamos remolcados en contra de nuestra voluntad mientras intentamos agarrarnos a los resquicios de las paredes, asistiendo a un viaje gratuito por el pasaje del terror que nos permite contemplar en cada una de las habitaciones los horribles tormentos que infligen los torturadores a sus víctimas. El trayecto finaliza en una de las celdas donde, de nuevo en plano general, vemos como Paxton es esposado a una silla.

 

   La oscuridad reinante desaparece cuando entra en escena el torturador, que recoge una tijera y recorta un mechón de pelo del chico, guardándolo en una bolsita de plástico. A continuación toma una motosierra, poniéndola en marcha y acercándola al rostro de su víctima, que vomita a causa del pánico. El hombre corta dos dedos de la mano de Paxton y retrocede para coger carrerilla y rematarlo, resbalando con la sangre que brota del muñón, cayendo y cercenando una de sus piernas con la sierra mecánica. El chico emprende la huída, refugiándose en un carro repleto de restos humanos que recoge un individuo gigantesco y jorobado, y observa desde su escondite como el carnicero coge los trozos más grandes y los trocea. Al mirar hacia arriba ve en una camilla el cuerpo de Josh, cuyo rostro muestra unos ojos abiertos de par en par que parecen mirarlo fijamente, como si aún quedase vida en ellos, aunque las horribles heridas del cuello y del torso, suturadas chapuceramente, indiquen lo contrario. Tras deshacerse del gigante, Paxton llega al exterior, introduciéndose en uno de los vehículos aparcados. Unos gritos femeninos llaman su atención y hacen que regrese adentro, encontrándose a Kana (Lim), una de las asiáticas del hostal, siendo torturada. Cuando el asesino, soplete en mano, se aparta, contempla el rostro abrasado de la chica y la cuenca ocular vacía, con el ojo colgando de la misma. Paxton tirotea al verdugo y en una decisión controvertida decide cortar el órgano, supurando una sustancia amarilla de la herida en la escena más repugnante de la película. De regreso al vehículo, esta vez acompañado, se produce la huida, saliendo un coche en su persecución. Ya en el pueblo, una furgoneta bloquea el paso, haciendo que el joven toque el claxon con insistencia y logrando que el automóvil se retire produciéndose otra casualidad, ésta ya del todo inverosímil. Frente a él, y en medio de la carretera se hallan Natalya y Svetlana. Por si fuera poco, también aparece David junto a ellas. La primera se agacha a recoger algo y su gesto de sorpresa provoca que sus dos acompañantes se giren y vean por última vez a Paxton, que acelera el vehículo y se los lleva por delante, lanzándolos por el aire y provocando la muerte instantánea de la chica rubia, cuya cabeza golpea con violencia una puerta, y del joven, que choca contra un muro. Natalya queda tendida en el asfalto y, conmocionada, intenta levantarse, siendo arrollada brutalmente por el coche perseguidor. Éste es detenido por los pequeños rateros que operan en el pueblo, negándose sus ocupantes a darles nada y siendo éstos eliminados sin miramientos a pedradas y bastonazos por los asaltantes.

 

   Paxton y Kana logran llegar a la estación de tren, pero ya en el andén la joven contempla su rostro destrozado reflejado en un cristal. Entonces se aleja de su acompañante y se dirige hacia las vías, lanzándose a las mismas y siendo arrollada por una locomotora que pasa a toda velocidad. El protagonista, ya en el interior del vagón, escucha una voz que le resulta familiar y que no es otra que la del hombre de negocios holandés al que conocieran él y sus amigos en el viaje de ida (la casualidad vuelve a actuar de nuevo). Aquel se baja del tren y Paxton lo sigue hasta el inodoro de un servicio público. Allí el joven deja caer una tarjeta de visita que anuncia el negocio de las torturas, y cuando el asesino se agacha a recogerla, sujeta su mano y amputa dos dedos con un bisturí mientras el hombre grita y pide clemencia. El chico empuja la puerta con violencia, golpeando con fuerza la cabeza de su enemigo, cogiéndola a continuación e introduciéndola en la taza del W.C. Cuando el asesino deja de forcejear, lo sujeta por el pelo y lo saca del agua, dándole el tiempo justo para que le vea reflejado en el cristal, seccionándole a continuación el cuello de lado a lado.

 

   La sensación que deja la película es que parece mucho más sangrienta en nuestro subconsciente de lo que realmente es, algo muy similar a lo logrado en La matanza de Texas por Tobe Hooper tres décadas atrás. Es el sufrimiento injustificado y salvaje que padecen Josh y Paxton y el sadismo de sus torturadores lo que nos hace pensar que hemos visto una auténtica carnicería, aunque lo que predomina son los gritos, lamentos y súplicas de perdón. La escena más gore de toda la película es, sin duda, la del ojo extirpado de Kana, y no se produce durante una tortura, sino que es realizada por el propio Paxton para intentar paliar el dolor que sufre la joven. De todas formas, películas más comerciales y dirigidas al público general contienen imágenes mucho más duras que las vistas en Hostel (recordemos la auto-amputación de brazo de James Franco en 127 horas, Danny Boyle, 2010), aunque siempre es más fácil zurrarle a una película de terror que a un filme del respetado Boyle.

 

(7/7)

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