ESTÁN VIVOS (John Carpenter) / 1988: Roddy Piper, Keith David, Meg Foster, George ´Buck´ Flower, Peter Jason, Raymond St. Jacques, Jason Robards III.

 

   Jon Nada (Roddy Piper, nacido Roderic George Toombs, y que alcanzó fama mundial como uno de los wrestlers más famosos de la WWF, siempre ataviado con una falda escocesa y una camiseta blanca de cuello y mangas rojas con la palabra “Hot rod” en el pecho. En España se le conoció como “El gaitero”, cuando el mítico programa era emitido con enorme éxito en los albores de Telecinco) es un hombre normal y corriente que llega a la gran ciudad en busca de trabajo. Tras conseguir un puesto como peón en un edificio en construcción, y gracias a la ayuda de Frank (David, el Childs de La cosa, 1982, la obra cumbre de Carpenter), un compañero de faena, encuentra alojo en un campamento cercano, situado en un descampado. Con el paso de los días, Jon advierte cierta actividad extraña en una iglesia próxima, a donde se acerca con el fin de curiosear. Allí descubre la tapadera de una emisora pirata que lanza su emisión a través de la televisión, intentando advertir al mundo, mediante las palabras de un científico, del peligro proveniente de las clases poderosas, formadas en su mayoría por una raza extraterrestre cuyo fin es la conquista del planeta y la esclavización del ser humano. Después de que la policía irrumpa en el templo, arrasando éste y el poblado de los trabajadores, al cual han huido las personas ocultas en el edificio, el hombre regresa a las ruinas de éste, encontrando unas gafas que permiten contemplar a los usurpadores tal y como son en realidad. Nada tomará conciencia de lo que sucede, uniéndose a la resistencia, que lucha, de manera desigual, contra los invasores.

 

   Un año después de realizar la notable El príncipe de las tinieblas, 1987, Carpenter volvió a la carga mostrando su faceta más reivindicativa con la obra (basada en el relato “Eight o´clock in the morning”, que Ray Nelson publicó en 1963) que quizá revela de manera más esclarecedora su forma de pensar y la visión que tiene tanto de su país como de la miseria humana. Si su pesimismo ya había quedado de manifiesto en la conclusión de la mencionada La cosa (película con la que el filme que aquí se analiza guarda similitudes, como esa entidad extraterrestre que es capaz de sustituir al ser humano, imitándolo perfectamente tanto morfológica como psicológicamente), aquí ese pesimismo crece aún más, convirtiéndose en nihilismo absoluto (Carpenter niega todo principio y norma que provenga de la religión, de la política o de la autoridad en cualquiera de sus vertientes), expresado inequívocamente en el apellido de nuestro héroe (Nada), y dando lugar a una perspectiva desoladora sobre la avaricia del individuo, mostrado, al igual que sucediera en La invasión de los ladrones de cuerpos, Don Siegel, 1956, y sus tres remakes, tras las facciones cadavéricas de una raza extraterrestre cuyo fin último es la obtención de riqueza y poder a costa del trabajo y el sacrificio ímprobo de sus “iguales”. La metáfora que iguala a esos invasores con las clases altas y poderosas (concretamente, el Carpenter de los ochenta decía referirse a Ronald Reagan, su esposa Nancy y sus seguidores republicanos, representados por esas facciones repulsivas mostradas por la realidad que otorgaban las gafas de sol)  y al común de los mortales con las masas trabajadoras es, no por obvia, menos brillante. Esa brillantez se demuestra en que, cuando vivimos una de las crisis económicas más demoledoras de la historia, al revisar la película descubrimos que su mensaje permanece vigente y sigue siendo perfectamente válido y aplicable a la actualidad.

 

   Carpenter recurrió a un actor de nulo bagaje interpretativo tras sus notables experiencias con Kurt Russell como protagonista. Y parece injusto despreciar la labor de Piper utilizando el argumento de su escasa experiencia y de su procedencia de un mundo tan peculiar como el del wrestling. De hecho, su trabajo no resulta despreciable, pues consigue dotar a su personaje de un carisma y una personalidad que le hacen cercano desde el momento en el que le vemos atravesar esas vías del tren, mochila a la espalda, llegando a una gran ciudad en busca de un trabajo que le permita ganarse la vida. Pronto seremos testigos, junto a nuestro protagonista, de una serie de señales que, de no ser remarcadas por la cámara de Carpenter y por la existencia de algún matiz que nos hace pensar que algo anómalo sucede, pasarían desapercibidas (de hecho, Jon no las tiene en consideración). Así nos encontramos con ese predicador ciego, que en la calle alerta acerca del control ejercido sobre las masas. Jon y nosotros somos testigos de su mensaje, pero cuando nuestro hombre emprende la marcha, una patrulla de policía llega al lugar y se dirige hacia el invidente. En el deambular callejero de nuestro protagonista también vemos a un chico que mira absorto las pantallas de televisión que desde un escaparate emiten el mismo programa, o, cuando ya ha anochecido, contemplamos ese helicóptero que vuela a baja altura, como si estuviese realizando una labor de vigilancia. Situaciones que en definitiva, y por separado, resultarían escasamente llamativas, pero que al ser mostradas de manera encadenada indican que algo no anda bien.

 

   Pero Carpenter obvia las sutilezas en el momento en el que nos adentramos en el poblado y descubrimos esa señal de televisión que interfiere con la habitual, en la que un hombre señala cosas como que “La clase baja está aumentando. Los derechos humanos no existen”, o “En su sociedad represiva somos cómplices inconscientes”. Esa sensación de anomalía se acrecienta cuando Nada se adentra en la iglesia y ve ese grafiti en la pared que reza: “Ellos viven. Nosotros dormimos”, y se hace ya del todo patente cuando descubre, poco después, que la emisión pirata es emitida desde el mismo templo, y en ella colabora el propio párroco y alguno de los habitantes del poblado. La represión se manifiesta en toda su crudeza en el momento en el que el helicóptero que antes parecía vigilar, sobrevuela el edificio, anticipando la llegada de las fuerzas del orden en forma de furgones policiales y brigadas antidisturbios. Éstos y la enorme excavadora que pone fin a la comitiva se encargan de destrozar la capilla y el poblado en el que se refugia parte de la resistencia. Jon, sumido en el caos, consigue escapar, pero en su huída se topa con un grupo de agentes que, bajo el anonimato que otorgan la oscuridad de un callejón y los cascos que tapan sus rostros, golpean brutalmente al sacerdote y al hombre que difundía los mensajes televisivos. Carpenter es un hombre de extremos: el mal absoluto es la autoridad, esos agentes que visten idénticamente, sin emociones, que se comportan como autómatas y que son capaces de golpear sin recato ni remordimiento a dos individuos completamente desvalidos que además no oponen ninguna resistencia, representantes del bien.

 

   Sin duda, el mejor momento del filme resulta ser aquel en el que, una vez Jon ya se ha hecho con un par de gafas de sol tras regresar a la iglesia, pasea por las calles de la ciudad y decide ponérselas. A unos primeros segundos de confusión les sigue su primer contacto con la auténtica y cruda realidad, vista en blanco y negro (incluso el color con el que observamos el mundo es una farsa). Tras un cartel publicitario, un mensaje claro y conciso: “Obedeced”. Nada, impactado, gira la vista y observa otro, igual de evidente: “Casaros y reproduciros”, y otro más: “No a pensamientos de independencia”. Pero cuando se quita las lentes, el color regresa, y los carteles vuelven a mostrar publicidad de lugares de vacaciones paradisiacos y de electrodomésticos (su crítica al consumismo también es evidente, pues durante el metraje también veremos varios anuncios que publicitan artilugios de lo más ridículos y que ponen en evidencia nuestra necesidad de gastar sin control y nuestra nula capacidad para rechazar ese consumo exacerbado). A continuación, un plano general muestra en lo que se han convertido las calles: Letreros y rótulos inundan la urbe, convirtiéndola en un tejido de mensajes subliminales que rezan órdenes de acatamiento y obedecimiento, y que se repiten como mantras. Entonces Jon mira un quiosco que tiene a su lado, y comprueba que todas las revistas y periódicos contienen mandamientos similares. Un hombre trajeado, fiel reflejo del votante republicano de la época, le mira y le pregunta: “¿Cuál es su problema?”, pero el rostro de éste revela la verdad: una calavera aterradora, carente de sentimiento, de humanidad y de cualquier atisbo de compasión. La visión de Carpenter resulta, de nuevo, un tanto maniqueísta y sesgada, sin términos  medios, pero también es apasionada y consecuente: para él el mal es la derecha republicana, ausente de corazón, de empatía, de emociones. Puedes estar a favor o en contra, o le amas o le odias, pero él es sincero, nada hipócrita, y no se anda con medias tintas a la hora de opinar. Visto lo sucedido en el mundo dos décadas más tarde, quizá no anduviese tan desencaminado, pues su crítica también se extiende a nosotros, a toda la especie humana, sumida en un estado de letargo provocado por ese falso estado del “tanto tengo, tanto valgo”, incapaz de reaccionar cuando poco a poco nos quitan aquello que consideramos como nuestro y que supuestamente tanto nos ha costado conseguir. Esa crítica queda expuesta en el momento en el que Nada observa la mano del quiosquero, con ese fajo de billetes que ocultan otro mensaje esclarecedor: “Este es vuestro dios”.

 

   La entrada de Jon en un bar descubre nuevas calaveras mezcladas entre los humanos, todos ellos observando en la televisión a un político revelado como invasor por las gafas, con un cartel atrás que ordena: “Obedeced”, y que envía soflamas sobre lo bien que van las cosas, pese a que lo que sucede en las calles indique lo contrario. Una vez más, Carpenter ha conseguido adelantarse en dos décadas a la situación actual. Nuestro protagonista entra entonces en una tienda y ante el mostrador descubre a una nueva extraterrestre. Jon se burla de ella, y ésta responde dando un inquietante mensaje a través de su reloj: “Aquí hay uno que puede ver”. Asistimos entonces al momento más aterrador del filme: las calaveras del recinto caminan al mismo paso por los diversos pasillos del comercio hacia nuestro héroe, mientras mandan mensajes delatores, al igual que hiciera la mujer poco antes. Sus andares y sus gestos, idénticos, al igual que las palabras que salen de sus bocas, les asemejan a zombis o robots. Uno de ellos le describe físicamente y Nada escapa, pero es asaltado en un callejón cercano por una patrulla policial, que llega demasiado rápido. Las lentes revelan, de nuevo, a dos invasores, con los que nuestro protagonista acaba a base de disparos, tras arrebatarle la pistola a uno de ellos. Tras perpetrar una matanza de extraterrestres en un banco, vuelve a huir, perdonando la vida a un policía humano, al que deja marchar con vida. Jon, a diferencia de sus enemigos, aún sigue manteniendo la compasión afín al individuo.

 

   Otra de las secuencias más recordadas (e incomprendidas) del filme es aquella en la que Nada pelea de manera salvaje con Frank durante más de cinco minutos con el fin de convencerle de que se ponga las gafas, y que según Carpenter homenajea a otra reyerta mítica de la historia del cine, protagonizada por John Wayne en El hombre tranquilo, John Ford, 1952 (el amor por el Western que profesa el director vuelve a quedar patente una vez más). La brutalidad de los golpes, muchos de ellos propios del wrestling, y el estado en el que van quedando los contendientes según los van recibiendo, añade cierto dramatismo que hace que la escena diste mucho de ese punto grotesco que muchos dicen que tiene. Jon, al final, consigue su objetivo, logrando hacer partícipe a su compañero de lo que esconde el mundo ficticio tras su fachada de color.

 

   La conclusión, con nuestra pareja protagonista llegando a las oficinas del Canal 54, tapadera desde la cual se emite la señal que convierte a los extraterrestres en seres humanos a ojos de las personas normales, resulta igualmente notable, pese a que en él se registren la mayoría de incoherencias de la película (la llegada de los dos hombres a la gala de los extraterrestres, todos ellos perfectamente trajeados, sin que los primeros llamen la atención de nadie; Frank y Jon avanzando en plan “shooter” por los pasillos mientras los militares salen por parejas de las esquinas, sin cubrirse, para ser convenientemente tiroteados; la concentración de todo el poder extraterrestre, que se extiende a lo largo y ancho del planeta, en una única antena, que se sitúa en una azotea sin ningún tipo de protección, y que es destruida de un único disparo…). Allí se encontrarán a Holly (Foster), a la que piden ayuda para llegar a la azotea donde se encuentra el emisor, siendo traicionados por la mujer (algo obvio, vista su negativa a ponerse las gafas cuando Jon se lo pide. Si es parte de la resistencia y sabe que a través de ellas se ve al invasor, ¿Porqué negarse?), que elimina de un disparo a Frank y apunta con su arma a Nada cuando éste encañona la antena. Jon consigue acabar con ella y con el aparato, siendo acribillado a continuación por un soldado. El epílogo, cargado de humor, deja cierto halo de esperanza, pues los extraterrestres son desenmascarados en las situaciones más controvertidas: Dos presentadores de un noticiario siguen con su programa mientras cámaras, iluminadores y demás técnicos huyen despavoridos; otro mira la televisión en un bar, y el resto de presentes le observan atónitos; y finalmente, el último es descubierto mientras hace el amor, lo que provoca que su amante grite histérica.

 

   Destacar la aparición de varios habituales del cine de Carpenter en el reparto, como los ya mencionados Foster y David, u otros como Jason o ´Buck´ Flower.

 

(7,5/0)

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