ESTRANGULADOR DE BOSTON, EL (Richard Fleischer) / 1968: Tony Curtis, Henry Fonda, George Kennedy, Mike Kellin, Hurd Hatfield, Murray Hamilton, Jeff Corey, Sally Kellerman, William Marshall, George Voskovec, Leora Dana, Carolyn Conwell, William Hickey.

   El director de películas tan sólidas y notables como 20.000 leguas de viaje submarino, 1954; Terror ciego, 1971; Cuando el destino nos alcance, 1973; o Conan el destructor, 1984, realizó en el filme analizado una increíble disección de la mente de Albert DeSalvo, uno de los asesinos en serie más famosos de la historia de los Estados Unidos, tomando como base el libro homónimo de Gerold Frank.

   El aspecto casi documental que da lustre al metraje (y que la emparenta con otra gran película del calibre de Zodiac, David Fincher, 2008, que también versaba sobre la caza de otro legendario homicida, en este caso, el asesino del Zodiaco) puede hacer parecer a simple vista que la historia y los personajes que la protagonizan quizá estén tratados con un tono aséptico, frío y distante, pero nada más lejos de la realidad, pues Fleischer consigue que empaticemos con todo lo que sucede en pantalla mediante la utilización de un guión sugestivo y sorprendente, pese a que lo que nos cuentan ya es conocido, en el que se mueven una serie de personas normales y corrientes, casi ordinarias, pero (o quizá por eso) extraordinariamente definidas y cercanas, tanto por el lado de la investigación (Fonda compone un papel increíble en el rol de Bottomly, un eficiente fiscal que trabaja para el gobierno al que se le asigna la búsqueda y captura del asesino, de carácter honesto, pero también severo, tal y como se puede observar en ese diálogo que tiene con su esposa en el que reconoce que los métodos que utiliza con DeSalvo, con el que establece un nexo de cercanía –“Es usted un hombre honrado”, le llega a decir-, no son del todo legítimos, pues pueden acabar por hundir a éste en los abismos de la esquizofrenia que padece; Kennedy no le va a la zaga como DiNatale, un competente detective que es incapaz de dar con el criminal; igualmente destaca Hamilton –el alcalde Larry Vaughn de Tiburón, Steven Spielberg, 1975- dando vida a McAfee, compañero del anterior. Ya en un rol secundario sorprenden Voskovec como Hurkos, un vidente al que la policía recurre por su prodigiosa habilidad para descubrir pistas sobre el asesino con la simple ayuda de las fotos de sus víctimas –atención a la brillante escena en la que revela que una de las imágenes, puestas boca abajo, no se corresponde con ninguna de las chicas asesinadas; o la siguiente, en la que deja en evidencia a un agente que llega tarde al lugar, donde pone a prueba su destreza-; y Hickey en el papel de Eugene, al que el anterior inculpa como el asesino, resultando ser un simple depravado que roba bolsos y otros objetos de mujer, y que compone un rol que roza el patetismo, haciendo que el espectador llegue a sentir lástima por él), como por el criminal (la labor de Curtis –el padre de la reina del grito por excelencia, Jamie Lee Curtis-, un actor hasta ese momento más habituado a la comedia -Con faldas y a lo loco, Billy Wilder, 1959; La pícara soltera, Richard Quine, 1964- que al drama o al terror, resulta encomiable, dando en todo momento una extraordinaria impresión de desvalimiento, de inocencia, que lo aleja del arquetipo del asesino en serie despiadado, brutal y solitario que todos conocemos. La presentación del personaje, en familia, es simplemente excepcional, pues hasta ese momento tan solo habíamos visto partes de su cuerpo durante los asesinatos, pero nunca su rostro. Cuando lo descubrimos por primera vez, observamos que se trata de un hombre en apariencia normal, padre de dos hijos a los que ama, como a su esposa, y que es capaz de emocionarse cuando observa por la televisión los ritos fúnebres por el presidente John Fitzgerald Kennedy. Lo espeluznante acaece cuando a continuación sale y asesina a otra de sus víctimas sin ningún tipo de remordimiento, como si lo que acabamos de ver en su casa lo hubiese hecho otra persona completamente distinta. Sobresale igualmente, una vez que es detenido, su espléndido cara a cara con Bottomly, en el que éste intenta sacar a la luz la personalidad asesina de DiSalvo mientras éste se derrumba poco a poco al acceder a recuerdos que parecen perdidos en algún profundo lugar de su cerebro y que le producen visiones de sus asesinatos, suponiendo la escena un fascinante retrato de la complejidad de la mente humana. Incluso en un posterior careo, una vez que toma conciencia de su naturaleza, intenta estrangular a su esposa, hasta que ve su rostro reflejado en un espejo y se detiene. Finalmente, en otro encuentro con Bottomly, y dominado ya por su personalidad criminal, narra en primera persona uno de los crímenes, moviéndose y gesticulando como si lo estuviera realizando en ese momento, en una interpretación que ralla la perfección. Las palabras del fiscal, repitiendo su nombre, parecen rebotar en las paredes de la pequeña habitación sin encontrar respuesta o reacción alguna por parte del asesino, que mantiene su mirada perdida en un punto fijo, evidenciando que, al fin, ha caído al precipicio), lo que constituye un mérito absoluto por parte del director, al igual que la fascinante idea de usar la pantalla partida (algo que destaca en el hallazgo de la primera víctima: la división derecha nos muestra a dos ancianas discutiendo en una escalera sobre una tercera vecina, a la que no han visto en todo el día. En la parte izquierda vemos algo que puede ser una habitación completamente a oscuras. De pronto, una de las señoras decide abrir la puerta de la tercera en discordia, comprobando que no tiene la cerradura puesta. La luz entra y comprobamos que la pantalla siniestra se empieza a iluminar, vislumbrando unos pies en primer término y la puerta abriéndose al fondo, por la que vemos asomar a las dos ancianas, momento en el que las dos escenas se funden en una sola, tal y como sucede con los gritos de las dos mujeres al descubrir el cadáver sobre la cama de su amiga).

(8/2)

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