EN COMPAÑÍA DE LOBOS (Neil Jordan) / 1984: Sarah Patterson, Angela Lansbury, David Warner, Tusse Silberg, Graham Crowden, Shane Johnstone, Brian Glover, Stephen Rea, Danielle Dax, Georgia Slowe, Terence Stamp.

 

   Rosaleen (Patterson, actualmente desaparecida para el cine y que resulta ser lo mejor del reparto, aunque acaba resultando cansino ese continuo mohín poniendo morritos) es una niña que sueña que vive en una pequeña aldea alejada del resto del mundo en el tiempo y el espacio, en la que las mujeres se dedican a sus quehaceres cotidianos, mientras que los hombres intentan mantener unas condiciones de vida aceptables para ellos y sus familias, en medio de un clima extremo y ante el asedio de las manadas de lobos hambrientos, que cada invierno acuden al poblado en busca de alimento. En una de esas incursiones, la hermana de la pequeña es asesinada. Entonces Rosaleen es enviada con su abuela (una casi siempre correcta Lansbury, en esta ocasión sobreactuada en exceso) mientras sus padres se reponen del duro golpe. Allí, al calor de una hoguera y de las historias que escucha de la anciana, la niña se enfrentará al duro dilema que supone el paso definitivo a la dura madurez, abandonando una cómoda infancia que cada vez parece quedar más alejada en el tiempo.

 

   Una década antes de golpearnos con su acicalada, rimbombante y pretenciosa Entrevista con el vampiro, 1994 (los 90 no fueron, definitivamente, una buena década para los chupasangres -un par de años antes de ésta se había estrenado otro ejercicio de narcisismo de la talla del Drácula de Bram Stoker, Francis Ford Coppola, 1992-, afirmación personal e intransferible hecha a riesgo de ser perseguido y azotado por los fans de los no muertos románticos y afeminados de esa época, probablemente los mismos que abominaron, otra década después, de los también deleznables Edward Cullen y Bella Swan, haciendo gala de una falta de coherencia alarmante), Jordan realizó su primer ejercicio de autocomplacencia cinematográfica en el género que nos atañe en forma de obra pretenciosa y pretendidamente cargada de profundidad, de sutiles metáforas y de soterrados mensajes que aluden al camino que lleva de la niñez a la edad adulta (si esas sutiles metáforas y esos soterrados mensajes, ingeniosos y llenos de poesía que dicen algunos, consisten en capas rojas que simbolizan la menstruación, labios pintados de carmín por primera vez, y en teñir del rojo de la pasión todo aquello que antes era del blanco de la pureza, como la leche de un caldero cuando una cabeza cercenada de un hombre lobo cae en su interior, la luna, o una rosa, entonces apaga y vámonos, no sin antes recomendar un auténtico ejercicio de cine como es El bosque, del hoy denostado M. Night Shyamalan, 2004 -director que, sin duda, ha dirigido películas mucho más valiosas, profundas, emotivas y bellas que Jordan-, plagado, éste sí, de sutiles alegorías relacionadas con los colores y de personajes que se ganan al espectador desde el momento en que aparecen en pantalla). Para ello se sirvió del cuento de Caperucita roja (una historia de transmisión oral que cuenta con varios finales creados por diversos fabulistas, entre los que se encuentran Charles Perrault, que otorgó un tono más duro a la conclusión y es al que se ciñe el filme de Jordan, o los hermanos Grimm, que optaron por una versión más inocente e infantil, y que en la actualidad es la más conocida), transgrediendo ciertos pasajes del mismo con el fin de ofrecer una lección conservadora en extremo y llena de moralina.

 

   En definitiva, y tras muchos recodos que no llevan a ninguna parte en forma de historias inconexas y carentes de un significado concreto (la de la mujer que se casa, siendo abandonada por su marido la noche de bodas. Éste regresa años después, encontrándola desposada y madre de tres hijos. El hombre, sintiéndose traicionado y preso de la ira, se transforma en lobo. Será el actual esposo, que llega en el momento indicado, el que elimine a la bestia cortándole la cabeza de un certero hachazo. Peor aún, por desagradable, grotesca y ridícula, resulta la del banquete de boda en el que observamos a un montón de ricachones comiendo y bebiendo como auténticos animales. Al ágape llega una mujer embarazada que maldice al hombre casadero, supuesto padre del bebé en ciernes, y al resto de comensales, que se transforman en una manada de lobos que emprenden la huida ante las risas de la joven, que observa como los músicos del convite efectúan una genuflexión ante ella -¿¿??-. La última narra la historia de una niña loba que viene de otro mundo al nuestro, resultando herida de bala por un hombre. En su huída se topa con un sacerdote que le cura y le da cobijo, pero al hacerse adulta regresa al lugar del que procede y al que pertenece. Si bien el cuento que vemos se relaciona directamente con lo que le sucede a Rosaleen, pues ésta también siente la llamada de lo salvaje, abandonando de paso la seguridad que le otorgan su hogar y su familia, su exigua duración y la frialdad de la narración impiden cualquier tipo de identificación con lo expuesto); metáforas explícitas sobre el sexo, la menstruación y el embarazo (la ascensión de Rosaleen por ese fálico árbol, encontrándose en una de sus ramas un nido con unos huevos que se abren y muestran pequeñas figuras de recién nacidos, que lloran cuando la niña se las entrega a su madre); imágenes surrealistas (ese recorrido inicial de la hermana mayor por el bosque, perseguida por los lobos, mientras es asediada por muñecos de trapo y osos de peluche gigantes); y personajes sin ninguna carga de profundidad (tanto el padre -un Warner al que, eso sí, siempre es un placer ver en pantalla- como la madre -Silberg- de Rosaleen tienen una participación carente de fondo en la historia y su devenir nos importa más bien poco. De los demás caracteres que vemos en pantalla poco sabemos, quedándonos además la sensación de que nada interesante nos perdemos debido a esa falta de información), Jordan intenta aleccionarnos diciéndonos que nos hemos de ceñir al camino fijado, que no nos hemos de salir del sendero que guía nuestra vida, y que si confiamos en desconocidos y tomamos nuestras propias decisiones haciendo caso omiso de los consejos de los adultos, acabaremos sufriendo las consecuencias (la bestia irrumpe finalmente en la habitación en la que Rosaleen duerme, atravesando una ventana y rompiendo los juguetes de la niñez, mientras la niña grita horrorizada).

 

   Podemos destacar, eso sí, el sobresaliente diseño de producción, obra del ya fallecido Anton Furst, que recrea con fidelidad absoluta y embriagadora unos paisajes y aldeas de cuento de hadas, tal y como requiere la ocasión. Igualmente merece especial atención el bellísimo score creado por George Fenton. En el debe se quedan unos mediocres FX (creados por Christopher Tucker, Jane Royle y Alan Whibley), que pese a los premios cosechados (BAFTA, Fantasporto, Sitges…) se quedan muy lejos de los resultados logrados años atrás por otras dos películas con licántropos de por medio como son Aullidos, Joe Dante, 1981, y Un hombre lobo americano en Londres, John Landis, ídem. Sin duda y en mi opinión, una obra posterior y considerada menor como es Ginger snaps, John Fawcett, 2000, expresó con mayor dureza, menor reconocimiento y sin atisbo alguno de presunción y pedantería ese difícil paso que ha de experimentar una niña cuando se transforma en adulta.

 

   Recomendar finalmente, la excelente crítica de la película efectuada por Ángel Gómez Rivero en su libro Cuando llora el lobo, efectuada desde un prisma positivo.

 

(3,5/0)

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