DRÁCULA DE BRAM STOKER (Francis Ford Coppola) / 1992: Gary Oldman, Winona Ryder, Anthony Hopkins, Keanu Reeves, Richard E. Grant, Cary Elwes, Billy Campbell, Sadie Frost, Tom Waits, Monica Bellucci, Michaela Bercu.

 

   El príncipe Vlad (Oldman) pierde a su esposa Elisabeta mientras se halla en el campo de batalla. Los enemigos de aquel hacen creer a la joven que su esposo ha fallecido en combate, por lo que ésta decide suicidarse arrojándose al vacío desde lo alto del castillo en el que vive. Renegando de Dios y de la iglesia católica, y ya maldito, se convierte en el Conde Drácula, un ser condenado a vagar eternamente entre las sombras y la oscuridad de la noche. Cuando encuentra a Mina Harker (Ryder), una joven prometida con un sorprendente parecido a su amada, hará todo lo posible por que caiga bajo su influjo, con el fin de que comparta su reinado en el mundo de las tinieblas.

 

   Nos encontramos, supuestamente y según la versión del director y de algunos avezados críticos que, obviamente, no se han leído el libro, ante la adaptación más fidedigna realizada a partir del texto de Bram Stoker. Nada más lejos de la realidad, pues la denominación del filme podría ser, perfectamente, Drácula de Ford Coppola. El director de Detroit, autor de obras maestras del calibre de El padrino, 1972; El padrino Parte II, 1974; o Apocalypse Now, 1979, demuestra no tener la más mínima idea de dirigir cine de género (lo que ya demostró en las muy lejanas en el tiempo El terror, 1963; y Dementia 13, 1963, aún así superiores al filme que nos ocupa), algo que tampoco parece preocuparle demasiado, pues convierte un fantástico (en todos los sentidos) y aterrador relato, obra cumbre de la literatura de todos los tiempos, en un drama folletinesco excesivo, pomposo, pedante, cargante, insufrible, hortera y propio de un ego desmesurado. En definitiva, un ejercicio de autocomplacencia sobrevalorado hasta la nausea y solo comparable a otra adaptación cinematográfica que partía de un material literario notable como es el “Frankenstein” de Mary Shelley, para transformarlo en otro ejemplo de egolatría descomunal, que guarda escasa relación con su original, y que fue ¿dirigido? por Kenneth Branagh en 1994 con un imposible Robert De Niro en el papel del monstruo y el propio Branagh (faltaría más) haciendo de Victor Frankenstein, en una interpretación que demuestra su petulancia, cargada de un histrionismo solo equiparable al de Oldman en el filme que nos ocupa. Evidentemente, y para seguir la tónica de Coppola (que aquí ejercería de productor, notándose su influencia en el resultado final obtenido), el filme fue denominado ¿Adivinan? Frankenstein de Mary Shelley, convirtiéndose en otro penoso dramón romántico, tan vacuo y pretencioso como el que nos ocupa.

 

   El director comienza su particular visión transformando a un personaje mítico, sanguinario y terrorífico, conocido por su crueldad desmesurada (tanto en vida como cuando ya ejerce de no-muerto), en un petimetre trágico-romántico y amanerado dispuesto a todo por amor, con melena ondulada (del imposible peinado en forma de corazón que lleva cuando es mostrado como un anciano decrépito en su decrépito castillo, mejor no hablar), gafas de sol ovaladas que le permiten andar por la calle a plena luz del día, y un fondo de armario digno de los carnavales de Río o de Agatha Ruíz de la Prada (el vestuario de Eiko Ishioka ganó el Oscar, en otra de esas extrañas decisiones de la Academia, pese al exceso de las indumentarias del Conde o del vestido de boda de Lucy Westenra -Frost-). De hecho, en un momento dado Van Helsing (Hopkins) lee parte de “Drácula” (¿?), y su descripción no tiene nada que ver con el personaje que vemos en pantalla. Ni siquiera con el que conocimos al principio del filme en plena batalla. Su momento más bajo llega cuando llora amargamente y sin consuelo después de recibir la carta de despedida que le envía su amada, diciéndole que su amor es imposible. Entonces, y preso de la ira, se convierte en un terrible monstruo (una especie de hombre lobo) capaz de invocar tempestades (¿¿??).

 

   De igual manera, el resto de personajes sufren una metamorfosis que les aleja enormemente del original literario. Así, Mina Harker se convierte en una niñata insoportable que se arroja en brazos de Drácula sin apenas dudar (en el libro esa relación entre ambos no existe, siendo la muchacha fiel a su prometido y luego esposo Jonathan Harker -Reeves-). De hecho, no hay escenas de transición que justifiquen ese amor desmesurado y ardiente de la joven por el Conde (Mina pasa de despreciar a su enamorado con absoluta vehemencia cuando éste se hace el encontradizo en plena calle a ceder a sus peticiones de que le acompañe al cinematógrafo pocos segundos después, sin que medie acto normal o paranormal que razone dicho cambio), y no hay hechizos que valgan, pues finalmente se demostrará que la joven actúa movida por sus instintos y no guiada por su amado cuando éste decide que la quiere demasiado como para condenarla a la vida eterna. Es entonces cuando ella elige ser mordida y transformada. El culmen del despropósito en este sentido llega en la escena, paradigma de la cursilería, en la que Mina vocifera a su amado: “¡Tú mataste a Lucy!”, para a continuación decirle que le ama, abrazándole mientras llora desconsolada.

 

   Lo mismo, aunque aún más exagerado, sucede con Lucy Westenra, que de joven recatada y pudorosa pasa a ser una casquivana sedienta de sexo que comparte confidencias y lecturas eróticas con su amiga Mina en el jardín de su casa. En ese lugar acontecerán dos de los exabruptos más ridículos de todo el metraje: En uno de esos momentos en los que las jóvenes parlotean en el patio, comienza una tormenta eléctrica acompañada de una pertinaz lluvia. Las jóvenes observan el cielo y se asustan… porque ven los ojos de Drácula en las nubes observándolas fijamente (¿?). A continuación, y pese a la terrible visión que acaban de contemplar, corretean empapadas jugando y riendo bajo el diluvio que se desata. En un momento determinado se besan en la boca (¿¿??), mientras el rostro del Conde las observa desde el cielo, riendo a carcajadas (¿¿¿???). Aparte de lo esperpéntico de la escena, en la novela no hay atisbo de relación lésbica entre las dos jóvenes. De todas formas, poco después asistiremos a otra de esas salidas de tono que deja la anterior en mera anécdota: Drácula, convertido en lobo, da rienda suelta a sus más bajos instintos fornicando con Lucy en uno de los bancos del jardín ante la sorprendida mirada de Mina (y del espectador, que no puede más que sufrir vergüenza ajena ante lo grotesco de la imagen). El otro personaje que varía sustancialmente es Van Helsing, convertido en un excitado (y excitable) cazavampiros algo sádico, ajeno por completo al científico sereno y reflexivo de la obra de Stoker. 

 

   Por otro lado, Coppola se empeña en utilizar una serie de elementos y efectos típicos de una serie Z que en ocasiones se repiten a lo largo del metraje y que han hecho que al filme no le siente demasiado bien el paso del tiempo (algo que, al menos, no le sucede a la anteriormente citada obra de Branagh). Así, las sombras que representan la batalla inicial añaden una estética pretendidamente teatral, pero que resulta cutre y caduca; en uno de los encuentros románticos entre Mina y Jonathan, que culmina con un beso, una pluma de pavo real se interpone entre ellos y el espectador, acercándose la cámara a uno de los adornos con forma de ojo de la misma, que se transforma en el túnel que atraviesa el tren que lleva a Harker a Transilvania. Si la técnica parece rebuscada, el plano final del convoy de juguete saliendo por una maqueta que simula un paisaje centroeuropeo mientras los ojos de Drácula observan amenazantes desde un cielo rojizo resulta delirante. El tren, para mayor guasa, volverá a salir casi al final; Harker llega a Transilvania en una carroza en la que le acompaña una mujer con un extravagante casco que cubre su cara con monedas (¿?). Al bajarse llega un carruaje fantasmal cuyo chófer lleva un yelmo con forma de cabeza de pájaro (¿¿??) que supera en excentricidad al anterior, y un traje de escamas (¿¿¿???). Una garra fantasmal empuja a Harker dentro del carro, mientras oímos un estrambótico siseo (¿¿¿¿????) y Reeves pone un gesto completamente antinatural; un círculo del que salen aros de fuego y sin cometido aparente recibe a Jonathan a la entrada del castillo; durante la estancia del joven en la fortaleza se escuchan jadeos femeninos por todos lados, resultando una manera escasamente sutil de sugerir el erotismo provocado por la presencia de las tres vampiras que luego poseerán a Harker en una escena del todo gratuita (por el desnudo de las no-muertas, aunque el de Monica Bellucci sea digno de agradecimiento) y excesivamente videoclipera (de hecho la misma fue fusilada por Michael Bay, aunque con las chupasangres más recatadas, para el “I´d do anything for love” de Meat Loaf). La secuencia intenta ser provocadora, pero acaba resultando burda y excesiva con el detalle del bebé que es entregado por Drácula a sus súbditas para que éstas sacien su sed (Coppola prefiere obviar la delicadeza de la novela, en la que no se dice abiertamente que en el saco que reciben las vampiras puede haber un niño). Por cierto, los FX hacen que el momento resulte risible, pues son del todo menos creíbles. El gesto final del Conde acaba por eliminar cualquier atisbo de seriedad a la escena; en la muerte de Lucy, ya convertida, se muestra su cabeza volando por el aire después de ser cercenada, con un fundido a negro que pasa a un poco sutil plano de Van Helsing cortando un enorme pedazo de carne casi cruda durante un banquete…

 

   Pese a lo exasperante que resulta todo lo anterior, Coppola utiliza dos recursos que, debido a su repetición, terminan por resultar, si cabe, aún más desquiciantes: Uno de ellos es el juego con las sombras en el castillo. Por  ejemplo, mientras Drácula observa una foto de Mina, reparando en que es idéntica a Elisabeta, su silueta, proyectada en la pared, estrangula a Harker. Así, se reincidirá en ese detalle varias veces, volviéndose cansino y teniendo siempre a ambos personajes por protagonistas, el Conde en el papel de perseguidor y Jonathan en el de perseguido. El otro es el uso de la cámara subjetiva para ponernos en la piel del lobo en que se transforma Drácula. Nada que objetar salvo el hecho de que la acción en esos momentos discurre a saltos, como si faltasen fotogramas en la escena, y se muestra virada a gris, intentando dar una sensación de confusión y de peligro que solo consigue marear al espectador (sin duda, Raimi lo hizo mucho mejor quince años antes, sin necesidad de tanto trucaje). Esa sensación se acrecienta con los inútiles insertos de la rosa marchitándose ante la presencia del animal, o de los pies llenos de insectos, por no hablar del injustificado plano que muestra la habitación de la joven mientras sendos surtidores, uno a cada lado de su cama, inundan la estancia bajo un mar de hemoglobina.

 

   A pesar de la coherencia de la obra de Stoker, Coppola cae en una serie de errores y contradicciones difíciles de explicar en un director de su nivel. Por un lado resulta extraño que Harker no se muestre inquieto ante el semblante cadavérico y las vestimentas y comportamientos de su extraño anfitrión. Más aún cuando en una determinada escena la puerta de su cuarto se cierra sola y Drácula se desliza por el aire hasta donde se encuentra el joven, que se acaba de cortar mientras se afeita. El Conde, a su espalda, le rodea con sus brazos (vamos, que le abraza) y le quita la cuchilla para seguir rasurándole y lamer la sangre del filo cuando no es visto (y sí, la escena resulta un pelín homoerótica, algo que no cuadra demasiado en la estética que se le presupone al relato). Nada especial si tenemos en cuenta que a continuación el anfitrión sale por la puerta para aparecer reptando por las paredes del castillo ante la ventana de Harker, que observa como si nada extraño sucediera. En cuanto al suicidio de Elisabeta, resulta increíble que su cadáver sea hallado después de lanzarse a un abismo del que no se adivina el fondo y que culmina en un caudaloso río, pero aún más incomprensible es el hecho de que su cuerpo no presente ni un solo rasguño y que sus ropas se hallen en perfectas condiciones después del tremendo impacto (la explicación a que Ryder pestañee cuando se supone que está muerta o a que la cruz sangre al clavar el Príncipe Vlad su espada la dejaremos para otra ocasión). También sería de agradecer una escena que muestre como Lucy sale de su ataúd cuando revive, si éste está atornillado por el exterior, quedando firmemente cerrado y siendo necesaria la presencia de tres hombres para abrirlo. De igual manera resulta absurdo que Van Helsing sea capaz de crear un círculo de fuego en la nieve para proteger a Mina (una Mina que instantes antes intentase seducir al Profesor en otra delirante escena) de las vampiras con la única ayuda de una antorcha (sus credenciales como mago en ningún momento son explicadas), aunque más chocante es el momento en que la joven se sube a una enorme piedra con los brazos alzados y mirando hacia el cielo recita un hechizo, como si fuera Gandalf, para que la noche caiga antes, evitando así que su amado muera abrasado bajo los rayos del atardecer. La muerte de Drácula también difiere de a como acontece en el libro, pues en éste el Conde es eliminado por Van Helsing y sus acompañantes, sin que la mujer se adentre en el castillo junto a él para acompañarle en sus últimos estertores.

 

   En cuanto a los actores, Oldman y Ryder demuestran desde un primer momento ser un completo error de casting, aunque la actriz hace lo que puede con su papel. En el caso del actor (uno de mis preferidos cuando opta por la contención), lleva la sobreactuación hasta el límite, existiendo multitud de ejemplos en los que da rienda suelta a su histrionismo (su acento leyendo la carta a Harker mientras éste viaja en el tren que lo lleva a Transilvania; todas sus apariciones en el castillo, destacando aquella en la que reacciona como un lunático blandiendo la espada ante Jonathan, al que está a punto de ensartar porque éste osa sonreír ante un comentario suyo; y la ya comentada del afeitado de su invitado, reaccionando en ambos momentos de manera desmesurada y sin sentido…). Reeves roza el patetismo, en una de las peores actuaciones que recuerdo haber visto en pantalla (su aspecto de pipiolo, con ese ridículo peinado con raya al medio y ese gesto inexpresivo, ayudan poco al personaje), reconociendo en diversas entrevistas que su labor es lamentable (eso sí, no fue nominado al Razzie, algo que estaría muy mal visto en una película de Coppola). Otro que no se queda a la zaga es el cantante y ocasional actor Tom Waits, que da vida a un horripilante Renfield (esa presentación en su celda, mediante un picado que muestra su ridículo peinado -otro más- mientras recita sus líneas de guión), excesivo a más no poder. Si a eso añadimos ese traje de muñeco de Michelín que lleva durante parte del metraje, resulta imposible tomárselo en serio. Finalmente Hopkins mantiene la línea de los anteriores. Basta con ver la escena en la que descubre que su rival es Drácula, volviéndose completamente loco, y celebrándolo mientras canta y baila como si le hubiera tocado la lotería.

 

   Por cierto, similar blasfemia a la perpetrada con “Drácula” (bueno, vale, un poco más exagerada) la cometió Paul W.S. Anderson dirigiendo su particular versión de Los tres mosqueteros, 2011, siguiendo una estética de videojuego, con peleas a lo Matrix, Larry & Lana Wachowski, 1999, y rodada en 3D (de acuerdo, mucho más exagerada), y fue vapuleado por crítica y público. Pero claro, Anderson no es Coppola (ni lo pretende: su objetivo principal es hacer disfrutar a su público con todo tipo de fuegos de artificio, con lo bueno y lo malo que eso conlleva). Así, la película del director de Resident evil, 2002, a riesgo de ser zarandeado virtualmente por algún radical, me parece infinitamente más entretenida y honesta que la del amigo Francis (y obviamente, carente de toda la vanidad que desprende ésta), al que parece que el hecho de haber dirigido hace más de treinta años varias obras cumbre de la historia del cine le otorgan el derecho a no ser puesto en duda o a que no sea criticada ninguna de sus películas, pese a que en su filmografía cuente con cosas tan discutibles como Jack, 1996; El hombre sin edad, 2007; Tetro, 2009; o Twixt, 2011.

 

(2,5/3)

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(V.O.S.E.)

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