DARKNESS (Jaume Balagueró) / 2002: Anna Paquin, Lena Olin, Iain Glen, Giancarlo Giannini, Fele Martínez, Stephan Enquist, Fermí Reixach.

 

   Una familia se muda a una vieja y apartada vivienda alejada de la ciudad. Mark (Glen, el Dr. Isaacs de Resident evil 2: Apocalipsis, Alexander Witt, 2004, y Resident evil: Extinción, Russell Mulcahy, 2007, o Ser Jorah Mormont en Juego de tronos), el progenitor, padece una enfermedad desde que era pequeño que le hace sufrir crisis que derivan, ocasionalmente, en arrebatos de violencia. El tratamiento suministrado por su padre (Giannini, visto en Hannibal, Ridley Scott, 2001), doctor de profesión, logra mitigar los síntomas hasta hacerlos desaparecer, pero la llegada al nuevo hogar desencadena de manera inexorable la dolencia, que se acaba mostrando en toda su crudeza. Lo anterior coincide con una serie de extraños acontecimientos que suceden en la casa y que sufren Regina (Paquin, Pícara en la trilogía X-Men -X-Men, Bryan Singer, 2000; X-Men 2, ídem, 2003; X-Men 3: La decisión final, Brett Ratner, 2006- y Sookie Stackhouse en True Blood: Sangre fresca) y Paul (Enquist), los vástagos del matrimonio, del que Maria (Olin) es la otra cónyuge. Todos los sucesos parecen tener relación con un siniestro rito que se produjo en el mismo lugar cuarenta años atrás.

 

   Jaume Balagueró, convertido ya en uno de los grandes directores del cine de terror español, dirigió la segunda película de su filmografía (la primera sería la notable Los sin nombre, 1999) bajo el auspicio de la Fantastic Factory convirtiéndose, sin duda, en el mejor filme del sello (aunque Romasanta: La caza de la bestia, Paco Plaza, 2003, resulte estimable), ya fenecido. Pese a la interminable lista de influencias (Terror en Amityville, Stuart Rosenberg, 1979; Al final de la escalera, Peter Medak, 1980; El resplandor, Stanley Kubrick, 1980; o Poltergeist, Tobe Hooper, 1982, son sus referentes reconocidos) que le sirven de modelo o inspiración, el largometraje consigue hacerse con una identidad propia gracias a una serie de factores que influyen de manera positiva en el resultado final, resultando un producto más que digno e interesante.

 

   Así, la labor actoral resulta ser sumamente destacable (Glen borda su papel de padre al borde del abismo, dando la sensación constante de que cualquier elemento desestabilizador, por insignificante que sea, puede abocarlo a la locura; Olin no se queda atrás en su rol de mujer comprensiva y permisiva hasta el absurdo, capaz de obviar todas las advertencias dadas por sus hijos hasta que es demasiado tarde, y obedeciendo sumisa y ciegamente las indicaciones del abuelo; Paquin cumple en su papel de hija incomprendida, resultando ser la única de la familia que se opone al inexorable plan trazado por la oscuridad, pues su único apoyo es su amigo Carlos -un Martínez correcto que se ha convertido en un rostro destacable del terror realizado en nuestro país: Tesis, Alejandro Amenabar, 1996; El arte de morir, Álvaro Fernández Armero, 2000; Tuno negro, Pedro L. Barbero y Vicente J. Martín, 2001-; Enquist realiza una buena interpretación -en su única intervención en la pantalla- como el hijo pequeño y víctima principal de los espectros del filme; mientras que, finalmente, Reixach también resulta creíble en el rol del amargado arquitecto en busca de redención que diseñara las particulares formas de la vivienda que hace de templo en el que ha de desarrollarse la ceremonia). Por otro lado, el guión contiene las suficientes sorpresas y giros (el momento en el que se descubre la identidad del séptimo niño que ha de ser sacrificado, algo que revela el responsable de todo lo que acontece, y que no es otro que el aparentemente comprensivo y adorable abuelo) como para mantener la atención del espectador que, eso sí, tendrá que poner en práctica la suspensión de la credibilidad para obviar la ausencia de lógica en determinados momentos del metraje. Así, el plan trazado por la oscuridad transcurre sin sobresaltos pese a su complejidad y a que parece que va a venirse abajo en varias ocasiones. Es más, parece que el trágico destino de los personajes está escrito de antemano, y que nada de cuanto éstos hagan podrá cambiarlo. Valga como muestra toda la parte final, que será desgranada posteriormente, en la que cualquier desvío, por mínimo que sea, es corregido eficaz y drásticamente por las fuerzas del mal.

 

   Balagueró, tal y como ya había demostrado en Darkness, es capaz de ofrecernos un montón de momentos sino de terror, sí de tensión extrema (la escena que muestra desde una de las habitaciones a oscuras a madre e hija hablando en el pasillo iluminado por la luz. Cuando ésta se apaga y las mujeres se retiran, un leve movimiento de retroceso de la cámara abre el plano y entran en cuadro dos niños, uno a cada lado, que observan en silencio la conversación desde la penumbra. Un tercero aparece a la izquierda cuando el plano se aleja un poco más; el hallazgo por parte de Mark en el trastero de esa fotografía en blanco y negro que muestra a tres siniestros ancianos de gesto torvo y con gafas oscuras. El hombre se obsesionará enfermizamente por el retrato, llegando a colgarlo en el pasillo de la casa; la larga secuencia en la que el mal se manifiesta por primera vez, todo un ejemplo de planificación -atención a la fantástica, en todos los sentidos, fotografía de Xavi Jiménez- pese a algún defecto evitable -esos planos fugaces que muestran flashbacks del pasado y que perturban en un principio para acabar resultando cansinos por repetitivos-: La aparente normalidad es mostrada de varias maneras -los columpios del exterior son azotados por la lluvia, Regina se seca el pelo en el baño tras ducharse y Paul, sentado en el suelo de su habitación, dibuja en un bloc. Finalmente, los progenitores conversan en la cocina sobre sus hijos mientras Mark trocea las verduras de la cena- hasta que comienzan a acontecer pequeños sucesos, en un principio insignificantes -los columpios comienzan a mecerse suavemente, falla el secador, algo parece observar bajo la cama los lápices del niño, y la conversación entre Mark y su esposa comienza a acalorarse-, pero que con el paso de los segundos se tornan amenazadores -los columpios se balancean rápidamente mecidos por una mano invisible, el secador se apaga dejando de funcionar sin motivo aparente, uno de los colores se desliza bajo la cama sin que nadie lo impulse…- e incluso violentos -Paul comienza a oír voces que le dicen “Eres un impostor”; Mark pica las patatas frenéticamente, y el monótono y cada vez más fuerte golpeteo del cuchillo contra la tabla se vuelve turbador-. Finalmente, la falsa apariencia de tranquilidad estalla en mil pedazos cuando vemos un plano del pasillo y alguien pasa fugazmente ante nuestros ojos en primer término. Entonces la puerta de la habitación del niño se cierra bruscamente, asustándolo, y Regina parece percibir algo tras ella, momento en el que la luz se apaga. En ese momento se producen una serie de imágenes en flash, entre las que vemos un grifo ensangrentado, los columpios o la foto de los tres ancianos, y escuchamos un potente grito -“¡Regina!”-. La joven desciende al piso inferior y encuentra a su madre sujetando a un Mark semiinconsciente que sangra copiosamente por una mano. Mientras, Paul golpea la puerta de su cuarto presa del pánico y observamos a su espalda a tres niños que caminan lentamente hacia él. Su hermana corre escaleras arriba, intentando abrir en vano. Los gritos de ambos se minimizan cuando aparece Mark, vociferando y abalanzándose sobre el cierre, completamente fuera de sí. Finalmente, la puerta se abre sola; la visita de Regina y Marcos a Villalobos, el arquitecto que diseñó la residencia por encargo. El hombre revela que nunca conoció al promotor de la obra, pues se comunicaba con él mediante un intermediario. También les cuenta que la morada tiene forma de templo ocultista, y que al poco de finalizar las obras desaparecieron siete niños, de los cuales solo regresó uno, que contó a la policía una extraña historia acerca de una vivienda redonda. Finalmente, le recomienda a la chica que saque a su hermano de la vivienda; o la llamada que recibe Regina cuando se encuentra sola en la casa. Al descolgar, una fantasmal voz infantil le dice: “Te estamos mirando, puta”. La chica cuelga asustada y el teléfono vuelve a sonar de inmediato, pero esta vez es su madre desde el hospital. Mientras conversan, un rayo ilumina la estancia contigua, anteriormente a oscuras, revelándonos la presencia de cinco niños que la observan. Tras colgar, Regina tira involuntariamente el retrato de los tres ancianos. Un contrapicado muestra a la chica recogiendo la foto del suelo y girándola hacia sí. La cámara adopta un punto de vista subjetivo y descubrimos que falta el individuo del centro de la imagen. Es entonces cuando un nuevo contrapicado muestra a una criatura de aspecto lovecraftiano deslizándose por el techo sobre la muchacha, que no se apercibe de la presencia. El claxon del coche de Carlos rompe la tensión, y ya en el interior del vehículo discuten sobre algo que les dijo el arquitecto -“siete niños degollados por alguien que les ame cuando el día sea noche”-, llegando a la conclusión de que la frase se refiere al eclipse que tendrá lugar al día siguiente), y tiene los suficientes arrestos como para rodar un (precipitado) final tan desolador como atrevido y lógico, en el que la tela de araña tejida por la oscuridad a lo largo de la historia envuelve de manera fatal e ineludible a todos los personajes: Regina va a ver a su abuelo para que convenza a sus padres de que no regresen a casa. Por otro lado, un mensaje en el contestador de Carlos dejado por Villalobos revela que uno de los documentos de encargo de la vivienda lleva encabezamiento y dirección, y le conmina a citarse con él en ésta. El arquitecto se dirige a su destino en Metro, pero varios apagones en el vagón descubren la presencia de los tres ancianos de la fotografía sentados frente a él, observándole fijamente. Tras bajarse en su parada camina por un pasillo hacia la salida, pero pronto advertimos que algo no va bien, pues el resto de viajeros avanzan en dirección contraria. Una vez solo, las luces del pasadizo comienzan a apagarse tras él y la oscuridad comienza a cercarle, hasta que lo rodea definitivamente con su manto. Entre tanto, Carlos llama a Regina y le cuenta lo que acaba de escuchar, dándole la dirección para verse allí. La joven, sorprendida, advierte que esa dirección es la de su abuelo, quien la atrapa y amordaza, explicándole todo lo referente al ritual que intentara llevar a cabo cuarenta años atrás con el fin de abrir las puertas al mal absoluto mediante el sacrificio de siete pequeños que debían de ser degollados por sus seres queridos en un templo de singulares características (la casa en la que vive la familia, diseñada por Villalobos). Ese primer intento fracasó porque él liberó a su hijo.

 

   La acción se traslada a la vivienda, donde Mark sufre otro acceso de ira y Paul aparece con la cara magullada tras un nuevo encuentro con los fantasmas. Marie se encierra junto a su vástago en el baño pensando que los malos tratos son obra de su marido, que se abalanza una y otra vez sobre la puerta atrancada. Entre tanto, el anciano prosigue su diatriba diciéndole a su nieta que el plan hubiera fracasado porque él no amaba a su hijo. Entonces Regina le pide a su abuelo que no le haga daño a Paul. Su interlocutor mueve la cabeza mientras exclama: “Eres tan estúpida… ¿Aún no te has dado cuenta? No es Paul, es tu padre. Tiene que ser el mismo niño”, y la joven le contesta: “Mi madre no hará daño a mi padre”. La respuesta del viejo es inquietante: “La oscuridad es muy sabia. Y sabe perfectamente lo que una madre es capaz de hacer para proteger a sus pequeños”. A continuación desata a su nieta mientras dice: “Corre. Es tu turno”. En la casa, Mark se ha atiborrado a pastillas, atragantándose y empezando a ahogarse. Marie, que es enfermera, envía a Paul a su habitación mientras acude en ayuda de su pareja (que casualmente ha caído en el círculo de sacrificio enterrado bajo el suelo del salón que descubriese Regina poco antes). La mujer decide practicar una traqueotomía con un bolígrafo, pero los nervios le impiden realizar el corte en el cuello de su marido. Sin que Marie lo advierta, el tubo rueda atraído por la oscuridad, momento en el que llega la hija, que recoge el cutter de las manos temblorosas de su madre. Es ella la que efectúa el tajo, pero el bolígrafo que debía de servir para insuflar aire al hombre ha desaparecido, falleciendo éste en cuestión de segundos ahogado en su propia sangre y coincidiendo su muerte con el eclipse, completándose así la ceremonia iniciada cuarenta años atrás. Mientras, Carlos se dirige a la morada siguiendo las indicaciones del abuelo (“Regina está en su casa, en el infierno”). Efectivamente, las tinieblas dominan el hogar salvo por dos focos de luz: los fogones de la cocina donde se halla Marie y la linterna que sostiene Regina, junto a Paul. Dos entidades iguales a los hijos intentan convencer a la mujer de que apague el fuego de la cocina, mientras que un duplicado de la madre trata de conseguir lo mismo con los niños. Marie extingue la luz de los fogones y es asesinada, pero los chicos no caen en la trampa y consiguen salir al exterior donde son recogidos por Carlos, que llega en ese momento, huyendo juntos. Un nuevo plano nos muestra de nuevo al joven aparcando junto a la casa y comprendemos la verdad. El chico escucha la voz de Regina que le reclama desde dentro y penetra en el recibidor, cerrándose la puerta tras él mientras la oscuridad le envuelve. En el vehículo, la joven exclama: “Ya ha pasado todo”. La expresión de Carlos y su “No” dan paso al plano del coche adentrándose en la negrura de un túnel. Cualquier atisbo de esperanza es eliminado con esta conclusión, dejando que las tinieblas del título triunfen y que el brazo ejecutor del plan que desata todo el mal obtenga una victoria sin paliativos.

 

   Con todo lo esgrimido en los tres párrafos anteriores, parecen un tanto injustificados los ataques que el filme recibió de la vociferante turba de críticos nacionales (casi siempre los mismos), que se empeñaron en catalogarlo como un mero pastiche o una burda copia de sus referentes pretéritos ya mencionados, careciendo de cualquier tipo de personalidad propia. Esa ceguera es la misma que eleva a los altares la enésima revisitación cinematográfica de la Guerra Civil española; la mil veces vista comedia coral y de situación protagonizada por personajes modernos, cosmopolitas y pijos (o la costumbrista, con los antagónicos de los anteriores, gañanes y aldeanos, pero también entrañables); o el típico y tópico drama de personajes pretendidamente cercanos, sufridores en grado sumo y afectados por infinitos dramas sociales e innumerables traumas psicológicos. Parece que en España seguimos saludando fanáticamente el producto patrio aferrado a la historia reciente, o a nuestras tradiciones y hábitos (quede aclarado que nada más lejos de mi intención que denostar estos géneros, pues en ellos se hallan grandes películas), sea cual sea su calidad, mientras que desprestigiamos porque sí aquel que toma como patrón al cine proveniente de Estados Unidos, más aún si la película en cuestión se adscribe al género del horror. Algo similar sucedió en las décadas de los sesenta y setenta con el conocido como Fantaterror español, denostado en nuestro país pese a contar con un buen número de excelentes especialistas (con el vilipendiado Paul Naschy a la cabeza, pese a que en el extranjero sea considerado un referente del género, pero también con otros como León Klimovsky, Narciso Ibáñez Serrador, Jorge Grau, Carlos Aured, Eugenio Martín, Juan Piquer Simón -en el lado de los directores-, o Narciso Ibáñez Menta, María Perschy, Helga Liné, Aldo Sambrell, José Ruiz Lifante o Cristina Galbó -por parte de actores y actrices-. Quede también claro que no están, ni mucho menos, todos los que son, pues la lista sería interminable) que nos legaron varios filmes de sobresaliente factura (permítaseme citar simplemente tres obras capitales de entre todo el repertorio: Pánico en el Transiberiano, Eugenio Martín, 1972; No profanar el sueño de los muertos, Jorge Grau, 1974; o ¿Quién puede matar a un niño?, Narciso Ibáñez Serrador, 1976). La excusa dada para esa época era la difícil etapa en la que se rodaron todas esas películas, en el ámbito de un régimen dictatorial que no facilitaba, en absoluto, el desarrollo del cine fantástico ni su justa valoración por la anquilosada crítica de entonces. Pero en la actualidad parece mucho más difícil de justificar esa cerrazón, a no ser que nos amparemos en la consabida envidia y en el miedo a lo desconocido, características que ya se podrían calificar como patrias debido a su afinidad al pueblo español.

 

   Fue nominada en Sitges 2002 en la categoría de Mejor Película, al igual que sucedió en Fantasporto 2003, pero no se hizo con ninguno de los dos galardones.

 

(7,5/1)

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