BOSQUE, EL (M. Night Shyamalan) / 2004: Bryce Dallas Howard, Joaquin Phoenix, Adrien Brody, William Hurt, Sigourney Weaver, Brendan Gleeson, Cherry Jones, Celia Weston, John Cristopher Jones, Frank Collison, Jayne Atkinson, Judy Greer, Fran Kranz, Michael Pitt, Jesse Eisenberg.


   Una comunidad aislada del resto del mundo comienza a sufrir el asedio de unas extrañas criaturas que pueblan el bosque circundante. Cuando Lucius Hunt (Phoenix, que repite con Shyamalan tras su intervención en Señales, 2002) es herido gravemente por un vecino, Ivy Walker, su prometida, emprende un viaje que se presume sin retorno (su ceguera, unida a su soledad y a los peligros que acechan en el bosque así lo hacen presumir) hacia la ciudad, en busca de las medicinas que salven la vida de su amado.


   En el momento de su estreno, la película de Shyamalan recogió el rechazo de crítica y público, que llegaron, casi, al ensañamiento unánime. Las expectativas creadas por su primer largometraje (El sexto sentido, 1999) y su engañoso tráiler (que la mostraba como un thriller terrorífico cuando en realidad se trata de un drama con toques de intriga que esconde una bellísima historia de amor) hicieron que la gente esperase con los brazos abiertos otro filme lleno de sobresaltos con un giro final que los dejase tan boquiabiertos como lo había hecho el filme protagonizado por Bruce Willis y Haley Joel Osment. Nada más lejos de la realidad, pues El bosque es un filme pausado, que discurre serenamente sin que parezca acontecer nada realmente relevante, pero en el que nos vamos sumergiendo de manera gradual y paulatina gracias a las pequeñas (algunos dirán intrascendentes) cosas que acontecen, a su conmovedora historia de amor (personificada en ese afecto y en esa pasión puros y sin ambages que Ivy y Lucius sienten de manera recíproca, tal y como se puede comprobar cuando la primera le dice al segundo que sabe de su presencia porque todas las personas especiales tienen un color característico, sin que le llegue a decir cuál es el suyo, momento que precede a aquel en el que la joven le dice al chico que aún recuerda cuando tiempo atrás la cogía del brazo, hasta que un día dejó de hacerlo sin motivo aparente. Su frase final -“A veces no hacemos las cosas que queremos hacer para que los demás no sepan que queremos hacerlas”-, deja a Lucius sin palabras. Atención a la magnífica interpretación de Howard, mostrando un halo de vulnerabilidad que la acerca al espectador y que contrasta con la convicción y firmeza de su expresión. También destaca, en el ataque al pueblo, el momento en que una indefensa Ivy aguarda en el umbral de la puerta de su casa mientras su hermana -Greer- y Noah -Brody- se ocultan en el sótano. Cuando la criatura se acerca peligrosamente, aparece Lucius, que la introduce en la casa, cerrando la puerta y bajando al refugio -la escena está rodada de manera modélica, mostrando a cámara lenta y con ausencia total de sonido, salvo el score, el rescate, e incluyendo, además, un conmovedor primer plano de las manos entrelazadas de la pareja-. Las imágenes de las familias encerradas en los sótanos a oscuras mientras escuchamos golpes en el exterior remiten claramente a Señales. Pero si hay un momento digno de mención es aquella escena nocturna que tiene lugar en el porche de la casa de Ivy, donde Lucius se haya sentado. La joven sale de su habitación -advierte su presencia tras “observarle” por la ventana- y baja las escaleras, acomodándose al lado del muchacho. Después de preguntarle qué hace allí, le espeta: “Cuando estemos casados, ¿Bailarás conmigo? Bailar me parece muy agradable”, y le pregunta: “¿Porqué no puedes decir lo que piensas?”. Él, tras pensar un rato su respuesta, expone convincentemente: “¿De qué sirve que te diga que pienso en ti desde que despierto? ¿De qué sirve que diga que a veces no puedo pensar con claridad o hacer mi trabajo correctamente? ¿En qué nos beneficia que te diga que siento tanto temor como los demás cuando pienso que puedes estar en peligro? Por esto estoy en este porche, Ivy Walker -comienza a sonar levemente la música-. Temo por tu seguridad más que por la de nadie. Y sí -ahora escuchamos las notas de una bella partitura de piano-, bailaré contigo en nuestra noche de bodas”. Es entonces cuando Lucius acaricia el rostro de Ivy y ambos se funden en un beso, mientras la cámara sale de manera casi imperceptible de plano, enfocando la mecedora del corredor, y rubricando así una escena preciosa y plena de emotividad. Luego llegará la visita de Noah, secretamente enamorado de Ivy, a Lucius, y su ataque a éste. El apuñalamiento acontece fuera de plano, aunque la expresión de la víctima nos hace intuir que algo malo ha pasado. La eficiencia del director vuelve a quedar sobradamente probada, pues la elipsis no hace que la violencia de la escena quede exenta de aspereza y brutalidad, sino más bien todo lo contrario. Esa imagen del puñal saliendo del vientre del joven, manchado de sangre -roja, evidentemente. Del mismo color que el prohibido. No resulta casual la elección de ese tono como aquel al que se teme, pues rojo es el color de la pasión y del amor, sentimientos difícilmente manejables, así como de la sangre que fluye, incontrolable, y por tanto, de la vida. En cambio, el amarillo, elegido por los Mayores para proteger a sus vecinos de los ataques externos, es sinónimo de la envidia, de los celos e incluso de la traición, cualidades negativas sin duda afines al ser humano, aquí personalizadas en el personaje de Noah-, y las dos puñaladas que recibe cuando ya yace malherido en el suelo, resultan terribles y estremecedoras, pues somos partícipes de su indefensión, sintiéndonos igualmente inseguros. Merece destacarse la reacción de Ivy cuando escucha que Noah ha aparecido en su casa con las manos ensangrentadas. La joven, dando muestra una vez más de su carácter, cruza el pueblo sola hasta la casa de Lucius, donde lo encuentra ya inconsciente. De inmediato llega su padre, y ella exclama: “Papá, no puedo ver su color”. Hay que advertir que la chica se halla de espaldas a su progenitor y éste aún no ha hablado, con lo que se puede deducir que sabe de su presencia porque “ve” su tono característico. De súbito se derrumba, prorrumpiendo en sollozos y gritos desesperados e inconsolables, que se transforman en ira cuando acude a la casa de Noah, al que golpea violentamente. Será la joven, cómo no, la que pide permiso a su padre para adentrarse en el bosque y llegar hasta la ciudad en busca de medicinas, logrando finalmente su objetivo, porque, como dice Edward Walker, “la guía el amor”. El plano final, con ella adentrándose en la habitación donde yace su amado y arrodillándose ante él mientras exclama: “He vuelto, Lucius”, rubrica una historia esperanzadora y optimista, en la que el amor es el motor que hace que nos enfrentemos a nuestros miedos y logremos vencerlos) y a sus notables personajes, perfectamente trazados y llenos de incoherencias y contradicciones (nos encontramos ante una fábula sobre el miedo a lo desconocido, a lo diferente, y a la utilización de ese miedo, aunque sea inventado por aquellos que mandan, para establecer y mantener un statu quo, una jerarquía que les permita gobernar sobre la mayoría sin que ésta se desboque. Por otro lado, Noah, el joven deficiente que en un principio parece un ejemplo de bondad, es quien desencadenará la tragedia movido por los celos, pues apuñalará a Lucius y, posteriormente, atacará a Ivy en el bosque disfrazado de una de las criaturas, falleciendo al precipitarse a un pozo tras caer en una trampa urdida por la joven), pero también de emociones, sentimientos e inquietudes (la escena en la que Alice -Weaver, como siempre, dando lecciones de interpretación- le explica a su hijo como murió su padre; aquella otra en la que es Lucius quien le cuenta a su madre que Edward Walker -un Hurt simplemente soberbio- está enamorado de ella. Cuando la mujer le pregunta a su vástago que cómo lo sabe, éste responde: “Porque él nunca te toca”, algo que tendrá su comprobación pertinente durante la boda de Kitty, la hermana de Ivy e hija de Edward, cuando Alice va a felicitarle por el enlace, evitando él tomarle la mano en todo momento, algo que sí hace con el resto de mujeres; la conversación entre Ivy y su padre, cuando la chica pide permiso para ir a por medicinas a la ciudad, y en la que el progenitor manifiesta su comprensión, su admiración y el amor que siente por ella osando revelarle el secreto de los Mayores y dejando así, en entredicho y en evidencia, todas aquellas normas que rigen a la comunidad; el momento en el que Edward le dice a Alice: “He enviado a Ivy a la ciudad. Es lo único que puedo darte”, exponiendo lo que siente por ella, pero también que su amor es imposible; o la maravillosa escena en la que el propio Edward se enfrenta al resto de Mayores, exponiéndoles las razones por las que permitió a su hija acudir en busca de ayuda, esgrimiendo un argumento inapelable: “Sino tomáramos esta decisión, jamás podríamos volver a considerarnos inocentes, y eso es, a fin de cuentas, lo que hemos protegido aquí: La inocencia. No pienso renunciar a ella”. Cuando es inquirido por una de las mujeres -“¿Cómo has podido enviarla? Está ciega”-, su respuesta vuelve a ser irrefutable -“Es más capaz que la mayoría. Y la guía el amor. El mundo se mueve por amor. Se arrodilla admirado ante él”-, pues alude a un sentimiento básico, universal e irreprimible ante el que todos actuaríamos -si tuviésemos el valor que atesora Ivy- de igual manera. La cámara se aleja, dejándonos contemplar por unos leves instantes al grupo completo. La actuación de Hurt resulta desgarradora, conmovedora y emotiva, apoyándose, además, en un grupo actoral igualmente sensacional, como se puede observar en las palabras y gestos de August Nicholson -un sensacional Gleeson-, que se muestra comprensivo y compasivo con su amigo, o en las miradas del resto, capaces de transmitir una enorme amalgama de sensaciones -piedad, ternura, pesar, conmoción, afecto…-).


   Por supuesto, también encontraremos dosis de intriga e incluso terror (esos pequeños detalles que muestran que no todo es tan idílico como aparenta, como las dos jóvenes que barren el porche de una casa, viendo una de ellas una flor roja, la cual es arrancada y enterrada en el jardín; la aparición, cada vez más regular, de cadáveres despellejados de ovejas, en el pueblo y sus alrededores; el juego que practican los jóvenes, consistente en subirse a un tocón, de espaldas y a escasos metros del linde del bosque, aguantando el mayor tiempo posible; los ruidos, similares a gruñidos, que se oyen en los límites del pueblo; la panorámica móvil que recorre la aldea tras el ataque y nos muestra las marcas rojas en una puerta…), pero el que tan solo busque estas dos últimas características cometerá un grave error, pues corre el riesgo de despreciar un filme inolvidable porque, supuestamente, no cumple sus expectativas, dejando pasar así una obra original y singular en la que destaca el trabajo de Shyamalan (haciendo que todo lo que acontece en el filme sea sugerido e intuido por el espectador, nunca mostrado claramente, desde el ataque de la criatura al pueblo hasta las relaciones entre los distintos miembros de la comunidad), tanto en su eficiente y elegante labor tras las cámaras (ese plano cenital que abre el filme, en el que observamos a August Nicholson sobre la tumba de su hijo recientemente fallecido a causa de una enfermedad, durante su entierro, por poner uno solo de los ejemplos en los que la cámara del director, lejos de tomar protagonismo con movimientos bruscos o artificiosos, acompaña la acción de manera virtuosa, casi intangible, apoyada de manera magistral en la sosegada y melancólica banda sonora de James Newton Howard) como en la creación del guión, mucho más complejo y lleno de matices de lo que puede aparentar a simple vista, trazando con precisión quirúrgica el dibujo de esa sociedad retirada y autosuficiente, que se autogobierna por los denominados Mayores, quienes mantienen a sus conciudadanos dentro de las fronteras del pueblo gracias a la invención de las criaturas que supuestamente habitan el bosque, y que no son más que alguno de ellos disfrazados y prestos a atemorizar a todo aquel que se anime a abandonar la seguridad de la comunidad (es imposible que no se nos venga a la memoria Espectro, el pueblo casi idéntico a éste que Ewan McGregor visitara al principio de la excepcional Big fish, Tim Burton, 2003).


   Shyamalan se muestra comprensivo con los actos de los Mayores, realizados con el fin de mantener la pureza e inocencia de su sociedad (la escena en la que Edward y su esposa abren la caja donde observamos antiguas fotografías y recortes de los miembros del Consejo, mientras escuchamos los motivos, siempre trágicos y relacionados con la pérdida de un ser querido, que los llevaron a comenzar una nueva vida alejados de la crueldad y la corrupción de las grandes urbes), pero también evidencia que no todo es perverso e inmoral fuera de los límites de la congregación, tal y como demuestra el joven guardabosques que ayuda de forma completamente desinteresada a Ivy (ésta le dirá: “Hay bondad en tu voz”), robando los medicamentos que la chica necesita sin poner en ningún momento en duda la historia (insólita, al menos para él) que ella le cuenta y corriendo el riesgo de ser despedido si resulta sorprendido (el desagradable jefe del muchacho no es otro que Shyamalan en su habitual cameo, al que vemos reflejado en el cristal del armario de las medicinas). Prefiere, por lo tanto, no emitir juicios de valor sobre ninguno de los dos mundos, pues ambos tienen sus pros y sus contras, dejando que sea el espectador el encargado de elegir entre uno y otro.


(8,5/1)

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