AULLIDOS 3 (Philippe Mora) / 1987: Barry Otto, William Yang, Imogen Annesley, Deby Wightman, Lee Biolos, Christopher Pate, Max Fairchild, Jerome Patillo, Dagmar Bláhová, Ralph Cotterill, Michael Pate, Carole Skinner.


   Si algún iluso pensaba, a mediados de los ochenta, que el nivel de caspa y psicotronía alcanzada por la primera secuela de Aullidos, Joe Dante, 1981, era insuperable, estaba claro que era porque aún no se había estrenado la tercera parte. En esta ocasión, Mora, el director de la segunda entrega (¿Quién podía ser capaz de alcanzar y superar el nivel de surrealismo logrado anteriormente, sino el director de la misma?), dirige una historia mitad comedia (en ocasiones el humor es autoconsciente: el pueblo donde viven los lobos se llama Flow -Wolf al revés-; en una escena podemos ver un poster de Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963; al final de los títulos de crédito, podemos leer: “Adios, amigos”, aunque la mayoría de veces es involuntario), mitad romántica (con una doble historia de amor interracial entre humanos y hombres lobo marsupiales -No, no es broma-), en la que el terror queda aparcado (pese a que sí que hay muertes, casi no hay sangre) y que recuerda en muchos aspectos (tampoco es broma) a Bailando con lobos, Kevin Costner, 1990, y a Avatar, James Cameron, 2009, al retratar las andanzas de un humano (dos en este caso) en un principio reticente a contactar con una nueva especie, pero que cuando conoce las costumbres y creencias de la misma, se integra en ella convirtiéndose en un miembro más, enamorándose de una hembra de dicha raza y luchando con los que eran sus amigos y colegas para defender su nuevo hogar, mucho más puro, bondadoso y justo que aquel del que procede.


   Ya desde el principio vuelven a quedar claras las intenciones de Mora, en las que en el logo de la productora Bancannia Pictures vemos a un diablo de Tasmania gruñendo como si fuera el león de la MGM. Y a partir de ahí, de nuevo el delirio, con diálogos memorables (ante la noticia de la aparición de un hombre lobo en Siberia, un agente del Servicio de Inteligencia le dice a otro: “Llama a Los Ángeles y dales tu opinión. Ellos tendrán una explicación lógica. Saben cómo informar a la Casa Blanca de seres raros”; el profesor Beckmeyer, que investiga la existencia de los licántropos marsupiales, habla con el presidente de Estados Unidos sobre los mismos. Éste, incrédulo, comenta: “Vamos, doctor. Soy anticomunista como el que más, pero esto es absurdo. ¿Es esto algún tipo de broma estúpida?”; Jerboa -Annesley-, una joven lobo marsupial, huye de su tribu, una especie de comuna hippy que se dedican a cantar sentados alrededor del fuego mientras dan palmas -¿Recuerdan Avatar?-, llegando a Sidney y durmiéndose en un banco de un parque, donde es asaltada por dos borrachos, diciéndole uno de ellos: “Si te portas bien, te dejaré mi estéreo”. Ella se levanta y grita... “¡Compact disc!”, provocando la huída de los asaltantes -claros defensores del radiocasete, viendo su reacción-; la bailarina –y licántropa- Olga, de la que se enamorará Beckmeyer, habla con Mihail, su asistente. De pronto éste espeta: “Tengo una vibración. Veo una cara”, y en dos segundos de reloj dibuja un perfecto boceto de Thylo –Fairchild-, el padrastro de Jerboa, sintiendo Olga el irrefrenable instinto de acudir al encuentro de su nuevo amor. Antes tendrá lugar la escena del hospital, donde la mujer es llevada tras sufrir una transformación. Allí, el policía que la custodia será atacado por un Mihail convertido, que será abatido por el agente, al cual Olga lanzará, tras transformarse, por la ventana -se puede observar claramente que es un muñeco, pues el viento lo arrastra en su caída-; un aborigen que guía a la expedición encargada de exterminar a los marsupiales avisa a sus acompañantes sobre éstos: “Os comerán despacio. Y cuando digo despacio, quiero decir despacio”); situaciones tan ridículas como en la secuela anterior (Donny, el joven que se enamora de Jerboa, persiguiendo a ésta por media ciudad para ofrecerle un papel en una película; las tres monjas lobo que viajan en autobús buscando a la chica, y que se entretienen asustando a un niño; la joven pareja asistiendo a un cine donde emiten una lamentable película de terror con hombres lobo -atención a la transformación, desternillante, obra de otro ilustre de los FX de maquillaje como Bob McCarron, y a las caras de pavor de la gente que asiste a la proyección-; la subsiguiente escena, en la que la pareja hace el amor, sudando ambos a mares -¿Efecto de los focos?-; el parto de Jerboa, en un pajar, dando a luz a un bebé marsupial en una escena de lo más bizarra; la sesión de hipnosis a la que Olga es sometida, en la que ésta parece poseída, realizando una interpretación horripilante; el momento en el que el Presidente autoriza la aniquilación de los marsupiales después de que un informe del Vaticano confirme que son seres diabólicos; la masacre de los cazadores enviados a acabar con las bestias, unos auténticos ineptos incapaces de quitar el seguro a sus escopetas; el absurdo enfrentamiento en el bosque entre Thylo y Donny, una excusa para que el primero huya, dejando el camino libre para que el doctor conquiste a Olga; la secuencia que muestra a Thylo bailando semidesnudo al borde de un precipicio, invocando a un dios licántropo; uno de los “expertos” soldados disparando un bazuca… en el interior de una tienda de campaña, provocando la consiguiente deflagración que acaba con su vida; los momentos finales, que muestran a las dos parejas viviendo en el bosque con sus hijos en plan La casa de la pradera, hasta que llega el día en el que Jerboa y Donny deciden volver a la ciudad. Años después, Beckmeyer recibirá la noticia de que El Vaticano ha amnistiado a los marsupiales porque no son diablos y todos somos hijos de Dios -sí, sí, va en serio-; el risible encuentro entre el doctor y el hijo de Jerboa y Donny en la Universidad; la conclusión, en la que vemos a Jerboa recibiendo un premio cinematográfico y transformándose ante los aterrorizados ojos de la audiencia, entre la que se encuentra Olga y el doctor, debido a los flashes de las cámaras); o errores de bulto (en el filme se explica que las transformaciones solo tienen lugar cuando los licántropos son expuestos a una luz intermitente –¿Lobos epilépticos?-, o cuando se someten a una situación estresante, pero en diversos momentos –el trío de monjas cuando llega a la fiesta de los participantes en la película; Olga en la escena de danza en el teatro-, dichas transformaciones suceden sin motivo alguno; el plano-contraplano con el doctor viendo el vídeo de los aborígenes en la universidad lo muestra con las manos en el costado o con los brazos cruzados según le enfoquen de frente o por la espalda; los hombres lobo son abatidos con balas normales y no con las balas especiales de las anteriores entregas; la situación de los soldados que son atacados por el esqueleto del aborigen cambia dependiendo del lugar donde los enfoquen; a Thylo le disparan un dardo tranquilizante, pero varios minutos después sigue perfectamente despierto. Más adelante le volverán a disparar, quedándose dormido en cuestión de segundos) para un filme que es incluso inferior al anterior, pues carece de los paisajes, ambientación y decorados que poseía aquel, quedándose en una presunta comedia sobre licántropos que provoca más risas en sus momentos presuntamente serios que cuando intenta causarlas de manera consciente, tratando, además, de aleccionarnos moralmente.


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