AL FINAL DE LA ESCALERA (Peter Medak) / 1980: George C. Scott, Trish Van Devere, Melvyn Douglas, Jean Marsh, John Colicos, Barry Morse, Madeleine Sherwooe, Helen Burns, Frances Hyland, Ruth Springford, Eric Christmas, Bernard Behrens, James B. Douglas, J. Kenneth Campbell, Voldi Wai.


   John Russell (un Scott soberbio -basta recordar la emotiva escena en la que llora desconsoladamente en la cama mientras recuerda a sus chicas, o aquella otra en la que mira con anhelo y nostalgia a una niña que le recuerda a su pequeña- que logra ganarse la simpatía del espectador desde el mismo momento en el que aparece en pantalla, dando vida a un personaje golpeado brutalmente por la tragedia, pero que no pierde su carácter afable, humano, cercano y racional, comportándose de manera natural y lógica y tomando decisiones razonables y con sentido) es un famoso pianista que pierde a su mujer y su hija en un fatal accidente de tráfico (atención a la visualización del drama, imperceptible cuando la familia empuja el coche por una carretera nevada y el hombre abandona por un momento a su esposa y a la niña para realizar una llamada a la grúa desde una cabina cercana. Aquellas juegan y ríen despreocupadamente, lanzándose bolas de nieve, mientras el subsiguiente plano nos muestra un coche que se acerca a gran velocidad, y el posterior, un camión que se aproxima hacia ellos en dirección contraria. El primero de los vehículos pierde el control y el segundo gira bruscamente para esquivarlo, abalanzándose sin remisión hacia el automóvil parado. La mujer se lanza hacia su hija para intentar protegerla, pero son arrolladas sin remisión, mientras que Russell observa aterrorizado desde la cabina, sin poder hacer nada por evitar la tragedia que se desata en cuestión de segundos), mudándose a una antigua mansión en la que será testigo directo de multitud de fenómenos extraños protagonizados por un alma en pena perteneciente a un niño asesinado décadas atrás que pretende llamar su atención con el fin de lograr su ayuda.


   Medak (director de la pasable Species II: Especie mortal II, 1998) realiza una labor ejemplar, moviendo la cámara con una elegancia fuera de toda duda, acompañando de manera sobria y majestuosa a nuestro protagonista en su investigación a lo largo y ancho del enorme caserón mediante sutiles picados o contrapicados (que tienen lugar tanto dentro como fuera de la mansión, y cuyo objetivo, aparte de Russell, son el resto de personajes), paneos o panorámicas (ese movimiento en el que la cámara permanece fija en una misma posición mientras que gira horizontalmente sobre su mismo eje, barriendo todo el campo), zooms in casi imperceptibles, travellings u otros recursos como la cámara subjetiva, siempre con la finalidad de lograr esa sensación de agobio, de opresión, de angustia, de hacer que tanto los personajes (especialmente nuestro protagonista) como el espectador se sientan atrapados y sin posibilidad de escape en una casa que parece tener vida propia. El director consigue mediante la sugerencia causar inquietud, nerviosismo e incluso terror en determinadas ocasiones, sin necesidad de recurrir a la truculencia o a artificiosos golpes de efecto o de sonido. Asistiremos así a los mismos fenómenos que experimenta el profesor Russell, como esos terribles golpes metálicos que se oyen en el piso superior; a la famosa escena de la pelota, con la que jugaba su hija, que cae botando por las escaleras. John la recogerá y la lanzará desde un puente, siendo arrastrada por la corriente del río, pero en cuanto regresa a su casa, el hombre observa aterrorizado como la bola vuelve a bajar por la escalinata, arrojada por una fuerza incorpórea; a la terrorífica sesión de espiritismo (copiada -a veces fusilada- a partir de entonces en multitud de películas de casas encantadas. Basta ver Terror en Amityville, Stuart Rosenberg, 1979; Poltergeist, Tobe Hooper, 1982; Los otros, Alejandro Amenabar, 2001; o El orfanato, Juan Antonio Bayona, 2007, siendo éstas dos últimas, pese a su validez cinematográfica intrínseca, las que imitan con mayor vehemencia diversos rasgos de la película de Medak. De hecho, Amenabar reconoce el filme analizado como uno de sus preferidos y de los que más le influyó), en la que los asistentes establecen contacto con el espíritu de Joseph, el niño asesinado; a la inmediata escena en la que Russell escucha, en solitario, la grabación de la sesión, donde podemos oír la frágil voz del pequeño respondiendo a las preguntas de la médium, algo que no escuchamos en la pretérita reunión y que llega a poner los pelos de punta, quizá por el tono de la voz, infantil al fin y al cabo, pero que parece venir del más allá, de ultratumba, o quizá por el hecho de saber que hay algo o alguien que se encuentra junto a los personajes, rondando y observándoles (ciertamente, ver el filme de noche, en solitario y con las luces apagadas supone una experiencia aterradora); a la visión del flashback del crimen del pequeño, que Russell sufre durante la escucha de la cinta, en la que vemos como fue su padre quien acabó con su vida, ahogándole en la bañera del ático (y aquí se explica también de donde provienen los sonidos metálicos, provocados por Joseph al golpear con sus brazos las paredes de la pila; y los de la caja de música, activada por el padre durante su terrible acto, al tropezar con el mueble en el que reposa la misma -atención a la melodía, la misma que el protagonista compone días antes en el piano de la mansión-); a la búsqueda del cadáver del niño en un pozo que se encuentra en el subsuelo de la habitación de una casa (y efectivamente, los orientales también se “inspiran” -utilizando el verbo “inspirar” como un eufemismo. Quizá el más adecuado sería “plagiar”- en el filme de Medak para recrear sus kwaidan eiga. Quien haya visto la notable The ring: El círculo, Hideo Nakata, 1998 entenderá lo dicho) y que provoca las aterradoras pesadillas de la pequeña que duerme en ella; o al asedio que sufre Claire (notable Van Devere) al final en la casa, siendo perseguida por esa silla de ruedas manejada por una fuerza invisible.


   Si a todo lo anterior añadimos el sobresaliente trabajo de los actores (a los mencionados Scott y Van Devere se suman Marsh -la reina Bavmorda de Willow, Ron Howard, 1988- como la esposa del primero; Douglas -Historia macabra, John Irvin, 1981- como el huraño senador Carmichael, hermanastro del pequeño Joseph -el título original del filme, The changeling, es bastante revelador, pues la palabra tiene un origen mitológico, refiriéndose al niño que, debido a algún defecto congénito que se revela al poco de nacer, es intercambiado por las hadas, al creer éstas que podría tratarse de uno de su propia especie-; o Colicos -el Baltar de la Galáctica: Estrella de combate original- como el jefe de policía que amenaza a Russell porque cree que éste intenta chantajear al senador, muriendo casi de inmediato en un accidente de tráfico provocado por el espíritu vengativo); una banda sonora melancólica, basada en composiciones pianísticas, obra del desconocido Rick Wilkins; o un guión sobresaliente, escrito por William Gray (Noche de graduación -a.k.a. Prom night: Llamadas de terror-, Paul Lynch, 1980; Humongous, idem, 1982; El experimento Filadelfia, Stewart Raffill, 1984) y Diana Maddox, que prescinde de artificios y efectismos y ofrece giros sólidos y sorprendentes (la historia del intercambio de niños, y la relación del senador con la misma).


   La perfecta mezcla de todos los elementos anteriores conforma un clásico por el que parece no haber pasado el tiempo, pese a que fue realizado hace más de tres décadas, capaz de poner los pelos de punta al más pintado en más de una ocasión, y logrando su director un filme que ha sido influencia y referencia para todas aquellas películas sobre casas encantadas que fueron realizadas a partir de entonces.


(8/1)

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