30 DÍAS DE OSCURIDAD (David Slade) / 2007: Josh Harnett, Melissa George, Danny Huston, Ben Foster, Mark Boone Jr., Mark Rendall, Amber Sainsbury, Manu Bennett, Megan Franich, Joel Tobeck, Elizabeth Hawthorne, Nathaniel Lees, Craig Hall, Chic Littlewood, Peter Feeney, Min Windle, Camille Keenan.

 

   Barrow, un pueblo remoto perdido en los confines de Alaska, sufre su larga noche anual, que mantiene a la villa en un estado de nocturnidad que dura alrededor de un mes. Ese periodo de tiempo es aprovechado por un grupo de vampiros para atacar el lugar, el cual es sometido a un prolongado asedio que irá mermando, con el paso de los días, a la población, hasta quedar ésta limitada a un pequeño reducto de supervivientes encabezados por Eben (Harnett), el sheriff del pueblo, y Estella (George, vista en La morada del miedo, Andrew Douglas, 2005), su ex-pareja, que intenta mantenerse con vida hasta la llegada del sol. Las condiciones atmosféricas, las rencillas y la hegemonía numérica y física de los vampiros harán de la subsistencia una tarea harto complicada.

 

   La película, basada en la novela gráfica homónima guionizada por Steve Niles con dibujos y color de Ben Templesmith, juega sus mejores bazas en sus ajustadas interpretaciones (la pareja protagonista, interpretada por Harnett y George, cumplen sobradamente, al igual que el plantel de secundarios que dan vida a los habitantes que se quedan en Barrow y que lucharán denodadamente por salvar sus vidas); en su loable atrevimiento a la hora de mostrar un gore salvaje y sin concesiones (la masacre de los huskies, que ladran ante la presencia de El Extraño -Foster- y que son aniquilados por éste sin contemplaciones. El hallazgo posterior de los cuerpos destrozados remite a una de las escenas más famosas de La cosa, John Carpenter, 1982; el primer asesinato, que tiene lugar en el exterior de la cabaña de la antena telefónica, asemejándose la maniobra de los vampiros a la de una manada de depredadores que rodean a una presa indefensa, a la que gruñen con intenciones intimidatorias; la muerte del operario de la refinería de petróleo, que desaparece súbitamente cuando se encuentra con otros dos compañeros, y que, pocos segundos después, es lanzado con la garganta destrozada cerca de sus colegas, aún estupefactos; la escena en la que una chica ensangrentada camina por la calle pidiendo ayuda, tratándose de un señuelo ideado por los vampiros para hacer salir a los supervivientes. El hecho de que la trampa no funcione -Eben descubre a los chupasangres acechando desde los tejados adyacentes- anticipa la muerte de la joven, eliminada sin miramientos por las criaturas, que ignoran por completo sus súplicas; la muerte de John –Feeney-, transformado después de que uno de los vampiros entrase en su casa, se llevase a su mujer -en una escena similar a otra vista en La cosa, Matthijs van Heijninger Jr., 2011- y le arañase en una pierna. El hombre se abalanza sobre Eben en plena calle y se queda atascado en un columpio, momento que aprovecha el protagonista para eliminarlo a hachazos. La posterior llegada del vampiro jefe, que introduce sus dedos en la boca de la cabeza cercenada y observa los dientes, añade más sordidez a la escena; el capítulo en la tienda en la que los supervivientes se detienen a aprovisionarse, topándose con una niña transformada que se alimenta de un adulto. Al verse descubierta, la pequeña se esconde en un cuarto oscuro, mientras que Eben aguarda en la puerta con el hacha en ristre. La sorpresiva salida de la chiquilla provoca el fallo del golpe, resultando Carter -Lees, que diese vida a Uglúk el Uruk Hai en El señor de los anillos: Las dos torres, Peter Jackson, 2002- mordido cuando la niña se lanza sobre él, en una escena que recuerda a otra semejante vista en Amanecer de los muertos, Zack Snyder, 2004. Finalmente Jake -Rendall-, el hermano de Eben, le corta el cuello a la vampira de varios tajos, mientras es sujetada por los demás; el ataque a Doug -Tobeck-, sorprendido por la criatura que salta desde el tejado; la secuencia en la que Beau -Boone Jr., visto en Vampiros, John Carpenter, 1998- utiliza la zanjadora para rescatar a Eben y Estella, atrapados en su vehículo volcado. El hombre usa la máquina para eliminar a cuantos chupasangres le salen al paso -varios son alcanzados por el mecanismo del artilugio, otro recibe un disparo tras subirse a la cabina, cayendo sobre la sierra, que lo secciona…-. El vehículo chocará finalmente contra el hotel del pueblo y Beau será finiquitado por el vampiro jefe, que le revienta la cabeza de un pisotón; o el que resulta, sin duda, momento más salvaje del filme: Billy -Bennett- llega a la refinería siendo perseguido por uno de los vampiros. Al entrar pide ayuda a gritos, pero la criatura aparece tras él, zarandeándolo y mordiéndole el cuello, momento en el que Eben, alertado por los chillidos, entra en la estancia propinando un hachazo al ser en la espalda. Éste, sin inmutarse, se arranca el arma y la lanza con fuerza -la banda sonora, una mezcla de percusión anárquica y aullidos, hace que lo que presenciamos adquiera un tono desquiciante-, cogiendo al protagonista y emprendiéndola a golpes con él, hasta darle un cabezazo que lo deja medio grogui y a punto de caer al mecanismo de ruedas dentadas. La llegada de Billy, que se abalanza sobre el vampiro lanzándolo a la trituradora, lo evita, pero cuando el hombre se gira, comprobamos que uno de sus brazos es ahora un muñón del que fluye un chorro de sangre. Los gritos de dolor, mezclados con los alaridos propios de la criatura en la que se está convirtiendo debido a las heridas anteriores -su cuello también sangra abundantemente-, resultan espeluznantes y hielan la sangre, haciendo del panorama que contemplamos algo difícilmente soportable. Eben, que en un principio trata de ayudar a Billy, toma conciencia de que la situación es irreversible y coge el hacha, golpeando de manera brutal dos veces, y en primer plano, el cuello de su amigo, cuya cabeza queda colgada por un trozo de piel. Un tercer hachazo, ya en off, provoca el desprendimiento definitivo de la testa), poco habitual en producciones de este tipo en estos tiempos políticamente correctos.

 

   Pero también en una serie de secuencias de acción fantásticamente rodadas que exudan tensión y buen hacer a partes iguales (el ataque al vehículo en el que viajan Eben y Estella, con el vampiro que se sube en marcha al techo, comenzando a golpearlo con saña hasta que le disparan; la entrada de una de las vampiras en la casa en la que se oculta el protagonista. La criatura cae en la trampa pergeñada por Eben, que se encuentra parapetado tras la puerta con una lámpara ultravioleta que la abrasa al ser encendida; la secuencia en la que el sheriff contacta por radio con Estella, diciéndole ésta que se encuentra bajo uno de los coches de la calle principal con el niño que rescatara poco antes. Mientras, los vampiros comienzan a poblar la avenida, rodeando a los dos humanos sin percibir su presencia. La rotura provocada del oleoducto, con el petróleo manando de la tubería y comenzando a fluir por las calles antes de ser prendido, es el último paso dado por los vampiros para eliminar cualquier rastro o pista de su paso por Barrow, añadiendo simultáneamente más dramatismo a la escena, pues el fuego provocado se acerca peligrosamente al vehículo bajo el que se ocultan los dos humanos. Esto precipitará la decisión de Eben de inyectarse sangre infectada, contemplando la transformación en una de las criaturas como la única opción viable para enfrentarse a ellas en igualdad de condiciones. Así sobrevendrá la salvaje pelea contra el vampiro jefe, que finaliza bruscamente cuando el protagonista atraviesa con su puño la cabeza del ser) y que no van a la zaga a determinados momentos dramáticos (Carter en la refinería, cuando ya ha sido contagiado, contando al resto de supervivientes que su familia falleció realmente en un accidente de tráfico provocado por un conductor borracho -él siempre sostuvo que su esposa e hijas estaban vivas y esperándole-, y rogándole a Eben que acabe con su vida. La escena concluye con el protagonista hacha en mano entrando tras el hombre en un cuarto de la comisaría, mientras Estella se apoya en la pared y se deja caer hasta sentarse en el suelo, sollozando y tapándose los oídos. El silencio es roto por dos golpes secos, saliendo a continuación Eben en solitario; el sombrío descubrimiento que hace la pareja protagonista en casa de Billy, comprobando que éste ha asesinado a su mujer e hijas de varios disparos en la cabeza para evitar su transformación; o el final, en el que Eben se descompone abrasado por el sol mientras observa el amanecer abrazado a Estella, que le besa antes de volatilizarse definitivamente, en un final que recuerda al de Blade II, Guillermo del Toro, 2002); en su magnífica reproducción tanto del pueblo de Barrow (las viviendas, el bar, la comisaría y, sobre todo, el Utilidor, esa refinería de petróleo en la que acontece el brutal desenlace -si algún espectador no adivina que alguien va a caer en ese mecanismo de ruedas dentadas que vemos en el primer tercio del filme, es que no ha visto suficiente cine de género-) como de sus alrededores (ese espectacular paisaje helado que vemos al inicio, engalanado por un bellísimo y multicolor cielo boreal, y con el gigantesco y vetusto barco que porta a las criaturas avanzando mansamente por el mar, siendo la escena observada por El Extraño, un ángel anunciador de la muerte, cruel y cobarde con los humanos y servil con los chupasangres, que anticipa la llegada del terror -“Pues espera y verás”, responde en la comisaría una vez ha sido detenido por Eben cuando éste comenta: “Ha sido un día horrible”-, trasunto del Renfield de Drácula, que sirve a los vampiros preso de la ansiedad de ser transformado y convertirse en uno más de ellos), así como de las peculiares condiciones climatológicas que los rodean (esas continuas ventiscas de nieve), obra de Weta, la compañía de FX fundada en 1987 por Richard Taylor y el director Peter Jackson que saltase a la fama para el público mayoritario por su fascinante recreación de la Tierra Media en la trilogía de El señor de los anillos dirigida por el segundo de los mencionados; y en, sobre todo, la recreación de una de las razas de vampiros más aterradoras vistas en pantalla a lo largo de la historia del subgénero (su vestimenta, ropajes negros en ambos sexos, así como su pavoroso rostro cadavérico, conformado por unos ojos de pupilas negras carentes de vida y compasión, nariz aguileña, tez blancuzca y cadavérica, y una boca en la que se alinean varias hileras de dientes puntiagudos similares a los de un tiburón, componen un físico imponente y terrorífico, que se complementa con una rapidez extrema y unos movimientos felinos que asemejan a los chupasangres a formidables depredadores. Su aspecto perverso se completa con un idioma propio, hosco, amenazador y formado por fonemas guturales, que fue creado para el filme con la ayuda de un profesor de la Universidad de Nueva Zelanda, y que pone los pelos como escarpias cada vez que es pronunciado. Una sola escena deja de manifiesto la crueldad de los vampiros: Aquella en la que Marlow -un magistral Huston, que borda su papel al igual que lo hacen el resto de intérpretes, casi todos dobles de acción, que dan vida a sus adeptos-, el líder de los chupasangres, entra en una casa habitada por una pareja. El hombre intenta defenderse en vano con una pistola, que humea recién disparada cuando la acción nos lleva allí. El vampiro coge al adulto y lo alza contra la pared, mientras que su compañera sujeta a la mujer y la lanza al suelo, reteniéndola. Marlow exclama con su característica voz: “No hay escapatoria. No hay esperanza. Solo hambre y dolor”. A continuación recoge un atizador y empala a su presa sin miramientos. La mujer grita aterrorizada mientras observa la sobrecogedora escena, pero su chillido se ve ahogado cuando su captora le arranca la garganta de un mordisco. La secuencia se rubrica de forma magistral con Marlow encendiendo el tocadiscos de la habitación y haciéndolo sonar con una de sus afiladas uñas. Comienza entonces una música parecida a una marcha fúnebre, tocada con un órgano de iglesia. Una voz femenina similar a un lamento conduce a una escena en la que vemos a varios de los vampiros aullando y gruñendo con las bocas ensangrentadas. La voz y los gritos se unen en un coro que se asemeja a una sinfonía de horror y muerte, y que da paso a la matanza en el pueblo, en la que las criaturas acaban con la mayoría de la población en cuestión de segundos -resulta brillante ese plano cenital del caos y la masacre-), que, desde luego, no tienen nada que ver con los ridículos chupasangres de la saga Crepúsculo tan en boga en la actualidad (curiosamente, David Slade, el director del filme que nos ocupa, rodó Eclipse, 2010, la tercera entrega de la mencionada saga).

 

   Debido a lo anterior y a algún elemento más, como la tenebrosa fotografía de Jo Willems o al minimalista y aterrador score de Brian Reitzell, que se ajusta como un guante de seda a los momentos más tensos y terroríficos del filme, realzándolos aún más si cabe en su capacidad de inquietar, nos encontramos ante un entretenimiento más que plausible que, debido a sus excesos sangrientos y a su dramático final, puede ahuyentar al público habitual (pese a ello, su recaudación final en salas de los Estados Unidos fue de unos honrosos 75 millones de dólares, frente a los 30 que costó), pero que supone un festín para el fan al manejar los resortes habituales del género con habilidad y dinamismo, a lo que sin duda contribuye la participación como productores de dos eminencias del cine de terror de la talla de Sam Raimi y Robert Tapert.

 

(7,5/8)

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